Extract 1 from Ameland
Extract 3 from Ameland
Extract 4 from Ameland

Two foreigners in that inhospitable land, we sought refuge in each other. Moving in with me to the lighthouse keeper’s quarters, with its two bare and spartan rooms, Mareika’s state of mind weathered a sea-change. On falling asleep, she was swept away by nightmares in which she appeared to be falling from a great height, her groans so pitiful they roused me from slumber. Seeing her lying there, shuddering in sweat, I strove to reassure her with words of solace, all the while stroking her tenderly.

Emerging from her dreams in the most profound dejection, she clung to me like a newly-born tortoise bereft of its shell or a chick craving its mother hen’s wing. But Mareika’s bouts of brooding silence were soon to dissipate. No longer desperate to escape, and nourished by her father’s storied anecdotes, she conjured up her own fancied likeness of the mainland. She still wanted to make her way there, but was no longer compelled by any feeling of urgency.

Not just some empty gesture of defiance, leaving the island would ensure that we could get married, have children, and put them through school. Dwelling on a return to the mainland, we saw that our thoughts had run along parallel lines. And it was during such times, basking in the glow of each other’s company, that Mareika became less withdrawn. Having crafted a tacit pact to work for a common goal, we carried about our tasks, together or alone, the most mundane activity a supreme expression of mutual love.

The Amelanders no longer feared I was hell-bent on depriving them of one of their women, finding me in the steadfast company of Mareika, to them an intruder. A year or so after my arrival on the island, and by now living with Mareika, the locals came to speak with us, intent on forging a meager contact. Ameland did not recognize the laws of the mainland, and its only jurisdiction was a council of elders, one of whom held special sway. And so, one afternoon the Arch-Patriarch came to see us, escorted by a group of fishermen and with his wife and daughters in tow. Mareika, who not only spoke my language but also theirs, listened intently, relaying their thoughts to me. But from time to time, she was taken to one side and assailed with words she did not dare to divulge.

And the remarks that she was privy to could hardly have been pleasant, with Mareika’s face registering not only surprise but also dismay. Fearful of direct confrontation with the islanders, I did not later seek to extract from Mareika the details of these exchanges, content to take her muted commentary at face value.

During that initial encounter, the visitors did not ask me anything about the lighthouse or Mareika or, as if their indifference could dispossess me of my past, a single word about my previous life on the mainland. Baffled, I spoke only about fishing, the direction of the winds, how to throw a buoy, and the best way to deliver food, which had until then been carried out haphazardly. This conclave was to mark the first of many occasions that the same bevy would appear at the foot of the lighthouse, at the break of dawn, shouting menacingly in foreign tongues.

Like automata, with no sense of selfhood, each inhabitant performed a gamut of mindless duties. However, while my relations with the island-dwellers were never to become cordial, they were to improve with time, with one passer-by or another greeting me. But I was never to gain access to the private world of these natives, and so not only the social fabric of Ameland, but the lives played out in the several shacks were to remain forever closed to me.

In no time, Mareika and I wanted to have our own child, born on the mainland. We felt that the moment was almost ripe to leave the island, where we had always felt as if we were outsiders. I decided to write to the Maritime School, asking to be transferred to a lighthouse that was less remote and thought it likely, after the years of privation spent on Ameland, that my entreaty would be heeded. This was, after all, the only path open to me, being neither sailor, fisherman nor farmer, and I would have even less chance of finding work in a foundry or bar.

And so, before being in a position to put the island behind me once and for all, I would have to await an answer to my plea. Mareika would set sail first, taking my letter with her. Huddled together, we forecast the best day for her to depart, based on the few rations that remained to us, and our reckonings about the movement of the tides. And then I penned some words to my mother, and which I also entrusted to Mareika who, having no relatives of her own, was sure to find a safe anchor in the haven of my family.

Dos extraños en esa tierra ingrata teníamos que entendernos: Mareika se instaló en mi casa a los pies del faro: dos habitaciones austeras, sin decoración y con escasos muebles. Mareika cambió mucho con nuestra vida en común. Cuando recién llegó a mi casa, no bien se dormía tenía pesadillas en las que se sentía caer. Tan desesperados eran sus gemidos que me desvelaban y, al verla sudando, con convulsiones, la despertaba poquito a poco, hablándole y acariciándola con dulzura.

Al volver en sí se apegaba a mi cuerpo y se acurrucaba sumida en la más intensa desazón: entonces era como un bebé tortuga con caparazón trizado o un polluelo que necesitaba protección y calor. Todo ello desapareció, sus períodos de silencio disminuyeron y con el tiempo dejó su obsesión por escapar, que se transformó en un simple deseo de ver el continente del que tanto le había hablado su padre. Seguía queriendo partir, y yo también, pero ya no había premura ni urgencia. Marcharse ya no era un fin, sino un medio para vivir libres, para casarnos, para tener hijos y educarlos. Sin darnos cuenta, cuando hablábamos de la posibilidad de un regreso, comenzábamos a planearlo juntos.

Mareika se hizo menos solitaria y menos pensativa, simplemente le gustaba estar conmigo y a mí con ella. Se estableció un acuerdo tácito por el que nuestras ocupaciones eran complementarias; juntos o separados, nuestro trabajo siempre servía a la subsistencia. Nuestra apoyo recíproco estaba ligado a nuestra vida en común y no podíamos imaginar una sin la otra; el amor era inseparable del trabajo destinado a satisfacer las necesidades más elementales.

Viéndome afincado en la isla y en la compañía estable de Mareika, que los habitantes nunca habían considerado propia de la isla y de sus clanes, desaparecieron los temores de que quisiera robarles una mujer. Un día, uno o dos años después de haber llegado, cuando vivía ya con Mareika, Ameland decidió tratar mínimamente conmigo y vinieron a hablarme. En la isla desconocían las autoridades del continente y no había más jefes que los patriarcas del lugar, entre los cuales uno mandaba más.

Aquella tarde lo acompañaban su familia y algunos pescadores, pero, excepto su esposa y sus hijas, no había más mujeres con ellos. Mareika, que conocía mi idioma y el de ellos, hizo de traductora, aunque a veces se la llevaban aparte y le decían cosas que no me trasmitió. No debían ser agradables, su rostro denotaba sorpresa y disgusto, por lo que no le pedí explicaciones y supuse que me traducía lo esencial, evitando que en mí se levantaran suspicacias que hicieran difícil el diálogo.

Los isleños no me preguntaron por el faro, ni por Mareika ni tampoco por mi vida en el continente, como si me hubieran despojado del pasado y ya no tuviera más vida que la de la isla. Me sentí extrañado y nada les dije. Hablamos de pesca, de vientos, de las formas de botar los bous y acordamos regularizar las entregas de víveres, que hasta entonces hacíamos de manera esporádica. Desde entonces, peridódicamente, aparecían en la madrugada, con tono amenazador, en las cercanías del faro.

La vida personal no existía para ellos, todo se resumía en un conjunto de actividades que cada cual desempeñaba con la misma naturalidad que se respira. Mis relaciones con los habitantes mejoraron, sin llegar jamás a la cordialidad. Comenzaron a saludarme al pasar, pero nunca me dejaron intimar con sus familias o entrar en sus casas: la organización de la isla, la vida interior de los bohíos y la historia de Ameland permanecían cerradas para mí.

Tras algunas mareas Mareika y yo quisimos un hijo. Decidimos que lo tendríamos en el continente y que había llegado el momento de partir, de dejar la isla en la que siempre habíamos sido extraños. Como guardafaros podía pedir que me trasladaran a una tierra menos abandonada, ¿no habría, en todas las costas del continente, ni una sóla torre que necesitara de mí? La escuela del mar jamás me negaría el cambio, los años pasados en Ameland contaban, por lo aislado, el doble que en el continente. Ni pescador ni campesino, no me imaginaba con otro oficio y menos aun buscando trabajo en tabernas, herrerías o campos: entonces creía que no otras posibilidades me ofrecía el continente.

En cuanto al mar, cualquier pescador se reiría al verme mareado. Era funcionario de la escuela del mar, quería seguir siéndolo y debía esperar una respuesta antes de marcharme. Calculamos la fecha por el desgaste de las provisiones, previmos la marea e hicimos planes. Mareika debía embarcarse primero y llevar una carta con mi petición de traslado a la oficina. También escribí a mi madre; Mareika carecía de familia y se iría donde la mía.

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"The Power of Prose"