No matter how hard I try, I will never be able to forget that event, so momentous that it has eclipsed all others, leaving its indelible stamp on my life. And I would go as far as to say that this occurrence, that has informed the tenor of my spiritual path, marked the very birth of my consciousness, with every previous memory lost from view, like a sailing boat on some infinite sea, captive to oblivion.
As for my father, any recollection I have exists only in relation to this two-fold tragedy: the culmination of his suffering and the onset of my own. And, as I will recount, I never dared to question my mother about the terrible scene that was soon to unfold before us.
I can conjure it all up as if it were happening now, with my mother and I sitting in the dining room, with her gazing at the sunset, and with me drawing monkeys on a board. Meanwhile, my father was ensconced in his study, scribbling in his solitary way, as was his wont. I recall that, on glancing up from my sketch, my mother’s eyes, from which sprung two furtive tears, looked like red orbs that reflected the embers of the sun, its lifeblood seeping into the far-off mountains. Shaking her head, her loose hair visible in the sepulchral twilight, she exclaimed, as a gunshot rung out, “What on earth can it be?”. She then got up, went to the study door and, finding it locked, shouted “Pedro” in a voice filled with trepidation. In no time, she was joined by our aged retainer and, keeping their terror sufficiently at bay to exchange a few words, they pummeled the door, rushing in as I ventured behind them. My father lay in his armchair, his face like alabaster except where it was disfigured by a threadlet of blood that welled from one of his temples. On the floor lay a pistol and on the desk a small bundle that my mother picked up hurriedly.
Then, after beholding the sight and murmuring, “I should have seen it coming”, she fell prey to an eerie silence. Casting about for me, her eyes dry and etched with anguish, she led me to my father, beseeching, “Kiss him one last time”, before escorting me from the room. And I remember that my overriding concern was that I did not smudge that rivulet as I felt on his lips an iciness that has never entirely left mine.
I spent the following day with the servants, my mother nowhere to be seen. But on my awakening the next day, she clutched me so tightly that I grew short of breath. Lifting her parched mouth to my forehead, and then to my eyes, she held me to her for what appeared to be the whole of my life until then. Not making the slightest sound, she seemed as dead as the man who had been my father. And perceiving the presence of an unspoken pact between us, and that has lasted until this day, I could not bring myself to make the merest enquiry.
Almost imperceptibly, my father’s suicide, and especially the reason why it had come to pass, took root as the mysterious beginning of my life.
Only by reflecting on it could I make sense of any experience that later befell me. And I could not even commune, in the depths of my being, with my mother without revisiting that day, with the gunshot shattering the dusk, and the crimson filament trickling down a face as if sculpted in marble.
El misterio inicial de mi vida
Nunca lograré olvidar, ni aunque lo quisiera, lo que podría llamar con toda propiedad el horizonte terrestre de mi historia íntima, de la biografía de mi alma. Todo lo anterior a este recuerdo, todo lo de más allá de él, es para mí como un remoto velaje que allende ese horizonte forma el fondo insondable, infinito, de mi vida pasada. De este recuerdo arranca mi conciencia y hasta me atrevo a decir que toda la vida de mi espíritu no ha sido más que un desarrollo de él.
De mi padre no me acuerdo sino con relación a este suceso inicial de mis confesiones; mi padre no es para mí más que el actor de ese suceso. Que fue, sin duda, el desenlace, el término de una tragedia, pero que para mí no es más que el arranque de otra. Ni luego me atreví nunca, por lo que diré, a inquirir de mi madre el sentido de aquella terrible escena.
Era a la caída de la tarde, lo recuerdo como si fuese hoy, y yo me hallaba con mi madre, en el comedor de casa, ella contemplando la puesta del sol y yo dibujando monos en una pizarra. Mi padre encerrado en su gabinete trabajaba como de costumbre. Y su trabajo era escribir, nunca he podido luego saber qué y para qué. Creo recordar que al levantar la vista de mis dibujos vi como dos perlas rojas en los ojos de mi madre, que eran los arreboles del ocaso -el sol se acostaba desangrándose como en una mortaja en las nubes que ceñían a la lejana sierra? reflejados en sendas lágrimas vergonzosas y furtivas. De pronto, mi madre sacudió la cabeza -aún me parece ver la palpitación de su rubia cabellera sobre el celaje del ocaso- y exclamó con voz como de agonizante: "¿Qué? ¿Qué es?" Había sonado un tiro en el gabinete. Se levantó mi madre, fue a la puerta del gabinete y la halló cerrada con llave por dentro. Entonces empezó a sacudirla y golpearla llamando con voz rebosante de congoja: ¡Pedro! ¡Pedro! ¡Pedro!" A sus voces acudió el viejo criado y, aunque aterrados, con sus voces quebraron el silencio que nos llegaba del gabinete, empezaron mi madre y él a sacudir la puerta hasta que ésta cedió. Precipitáronse dentro y yo me aventuré tras ellos. Mi padre yacía en su sillón, blanco y rojo, blanco de cera el rostro y enrojecido por un corrillo de sangre que le brotaba de la sien. En el suelo una pistola. Sobre la mesa de trabajo, el escritorio, un pliegue que se apresuró a recoger y guardar mi madre.
La que al ver aquello luego de murmurar para sí: "¡Era de temer!", se embozó en un terrible silencio. Lo primero. que hizo fue buscarme con los ojos, no ya sólo enjutos de lágrimas sino secos y opacos, y en cuanto me vio me tomó de la mano, me llevó a lo que había sido mi padre, me dijo: "Bésale por última vez" y me sacó del gabinete. Y recuerdo que al besarle fue mi mayor cuidado que no me manchara aquel hilo de sangre y que sentí en los labios una frialdad que nunca se me ha ido de ellos del todo después.
No vi en todo el día siguiente a mi madre, pues me dejaron con las criadas. Pero al otro, apenas me levanté de la cama, me cogió ella, me apechugó, me apretó tanto que casi me quitaba el respiro, arrimó su boca seca a mi frente, luego a mis ojos, y así me tuvo, no sé cuánto tiempo -me pareció muchísimo, tanto como toda mi vida hasta entonces-, sin hacer el menor ruido. Pues no sólo no hablaba ni sollozaba, sino que ni la oía respirar. Diríase que estaba tan muerta como el que fue mi padre. Y no me atreví a preguntarle nada. Aquella inmuerte estaba, y ha seguido desde entonces estando, entre mi madre y yo como un secreto sagrado.
Aquella muerte voluntaria, y sobre todo la razón de ella ?¿por qué se ha matado??, empezó a ser, sin que en un principio me diese yo cuenta de ello, el misterio inicial de mi vida.
En torno de aquella visión se fueron organizando todas las subsiguientes visiones de mi experiencia. Ni mi madre tenía para mí sentido íntimo sino ligada a aquel suceso, a aquel tiro que rompe un silencio de ocaso y aquel hilo de sangre sobre un rostro marmóreo.
The Power of Prose
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