Some years ago, in a mountain dwelling, a boy’s mother died. As his father worked far away, in the city, he had no other choice than to stay with relatives.
When dusk descended, he did not sleep well, whether because his uncle and aunt had left him alone, or because he was afraid that his mother would return to take him with her, or because he missed her so much that he would have gone with her, no matter where.
He was terrified of waking up again, his heart racing, after imagining that, overcome by tiredness, he had laid his head on his mother’s coffin, or that she was trying to make contact with him by pounding his pillow, or that she had placed the coldest of kisses on his forehead.
And so he would do all in his power to stave off such foreboding by sitting up in bed, re-reading the same books, as he longed for the telephone on the bedside table to ring, and to hear his father’s voice, telling him that he loved him.
But, notwithstanding his desire, it was only a matter of time before, closing his heavy eyelids, he fell prey to the same vision that lay in wait for him, always.
Walking alone down a dark tree-lined street, he saw a black shadow like a cloaked woman, and desperate to catch up with it, he ran as fast as he could, certain that he would no longer be captive to fear if he could only hold it in his arms.
Every night, he felt that he was closer than ever to the shadow until his fingers, with a somnolent life of their own, brushed the telephone’s smooth surface and, bathed in sweat and having lost sight of the vast darkness, he was jolted from his rest. But the moment was to come when, a shaking pursuer, he finally succeeded in touching the cloak, telling himself that the following evening, clutching it tight in his embrace, it would surely be his forever.
By now fast asleep, he bounded down the same dark street, so as to keep abreast of the cloaked shadow. But as he was about to take hold of it irrevocably, a hand larger than either the shadow or the cloak pushed him aside, and he awoke.
Or perhaps he was startled by the telephone beside him, ringing insistently.
Consumed by dread, he picked up the receiver, and shouted,
“Daddy.”
But it was his mother’s voice, as if reaching him from far away, that he heard.
“Pedro, it was my hand that pulled you from the road. Don’t try to touch the shadow. At least not yet.”
He wanted, if nothing more, to say a word or, better still, to ask if she would ever return. He ached to ask his mother why she had had to die and, eluding him even in his dreams, had left him alone in the house, full of fright. And he craved to tell her how much he had always adored her, and that he was willing to go with her, whatever the terms.
But before he could bring himself to speak, her voice had faded from the line forever.
Una sombra negra
Hace algunos años, a un niño serrano se le murió su madre, y como el padre trabajaba lejos, en la ciudad, quedó por un tiempo viviendo en la casa de unos tíos.
Tal vez porque los tíos lo dejaban solo, o por el miedo de que su madre regresara muerta por la noche a llevárselo, o porque la extrañaba tanto que hubiera querido irse con ella a cualquier parte, el niño no dormía bien.
No quería hacerlo, en realidad, porque temía cerrar los ojos y soñar otra vez que lo vencía el cansancio y dejaba caer la cabeza sobre el cajón de muerta de su madre, que ella lo llamaba golpeando en la almohada, que le dejaba su beso helado en la frente, que venía a llevárselo... Y despertar angustiado, con el corazón deshecho de malos presagios.
De modo que se pasaba horas sentado en la cama, leyendo los mismos libros viejos, los mismos cuentos, noche tras noche, esperando que sonara el teléfono que estaba sobre la mesa de luz, junto a la cama, porque el padre lo llamaba, a veces, desde la ciudad, para saber cómo se sentía, y para decirle que lo amaba.
No quería dormir el niño, ya lo hemos dicho, pero como - por más esfuerzos que haga - una persona no puede estar mucho tiempo sin conciliar el sueño, acabó por rendirse y cerrar los párpados. Y entonces fue que comenzó a soñar repetidamente lo mismo:
Soñaba que iba solo, muy solo, por una calle oscura.
Arbolada y oscura.
Y que corría a una sombra.
Muy grande y muy negra.
Y que la sombra era como la de una mujer que tuviera una capa.
Y que él deseaba con todas sus fuerzas, alcanzarla.
Y que tenía, adentro del sueño, la convicción de que si una noche lograba abrazarla, se le irían todos los miedos.
Cada noche, en cada sueño, el niño soñaba que estaba más cerca de aquella sombra. Tanto que a veces, dormido, estiraba la mano y, sin querer, tocaba la superficie lisa del teléfono, y despertaba.
Despertaba bañado en sudor, y la sombra se le escurría.
Así sucedió por mucho tiempo.
Hasta que una noche entre las noches, el niño estremecido sintió que rozaba con sus dedos la tela de la capa.
La próxima noche, agarraré la capa
y la sombra ya no escapará,
se dijo el niño.
La noche siguiente, en efecto, ni bien se durmió, el niño comenzó a correr, agitado, en el sueño, por una calle a oscuras, entre los árboles, para alcanzar a aquella sombra que parecía humana: la sombra de una mujer enorme que llevara una capa. Pero cuando estuvo a punto de tocarla, cuando ya sus dedos rozaban la tela, una mano colosal, más colosal que la sombra y que la capa, lo apartó bruscamente del camino y despertó.
O acaso lo despertó el teléfono que sonaba insistente sobre la mesa de luz.
Con el corazón todavía revuelto por lo que acababa de soñar, el niño levantó el tubo y gritó acongojado:
¡Papá! ¡Papá!
Pero no era la voz de su padre, la que le hablaba en el teléfono.
Era la voz inconfundible de su madre, que llegaba desde algún sitio remoto para decirle:
Esa mano que te sacó, Pedro, fui yo.
No intentes tocar esa sombra.
Todavía no.
El niño quiso decirle algo, preguntarle si regresaría, decirle aunque más no fuera una palabra, a aquella voz. Quiso tal vez preguntarle a su madre por qué le sucedía todo eso, por qué no podía alcanzarla en el sueño y, sobre todo, por qué había muerto y lo había dejado solo en esa casa, tan lleno de miedo. O acaso simplemente quiso decirle que la amaba, que la extrañaba mucho, y que estaba dispuesto a irse con ella como fuere.
Pero no pudo decir nada, porque ya la voz aquella había hecho silencio, se había ido para siempre del teléfono.
"The Power of Prose"
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