PROYECTO FINANCIADO POR EL FONDO DEL LIBRO Y LA LECTURA
Una mirada en el espejo. Iba en el tercer vestido, aunque esta vez decidió que sí, que era el que le iba bien: ni pacato, ni formal, ni seductor, pero con estilo y algo de escote. Era el adecuado; se sentía bien en esa tela transformada por sus propias manos en vestido de noche, con un deliberado toque extravagante porque ella era algo extravagante. Después de todo, una cosa era ir en plan de seducción, lo que no era el caso, y otra olvidarse de ser mujer.
Vio la hora: las siete y media. Tenía que llamar a un taxi, porque si lo hacía a último momento seguro que ya no habría ninguno disponible. Era el 24 de diciembre de 201....
- ¿A las ocho y media? –preguntó un hombre desde la central.
- Sí, a las ocho y media, estaré abajo del edificio.
Martina no esperaba ninguna sorpresa esa noche. Eran sus amigos de siempre, gente a la que quería y que la querían, desde hacía mucho, desde que estudiaba administración en un instituto, profesión que más tarde abandonó para dedicarse a lo que le había gustado desde niña: el diseño de vestuario. Trabajaba para una tienda del barrio Recoleta y vivía en un departamento no lejos de allí.
Martina no era cristiana, había dejado de serlo cuando adolescente. En realidad, detestaba Nochebuena, no en sí misma, sino por aquello en que esa fecha se había convertido. Con la cuarentena pasada, sin hijos ni marido a los que amar y detestar, no se sentía cómoda en esos días, no tanto por su situación personal, porque nunca había anhelado eso de la familia típica, sino más bien por un conjunto de razonamientos a los que cada año iba agregando más argumentos. Si hasta podría escribir un libro –se decía- pero no era una intelectual ni pretendía serlo, por mucho que comprendiera mejor que muchos, quizás gracias a sus estudios de administración, el verdadero sentido de aquello a lo que se llamaba Navidad. El mes de diciembre le daba la oportunidad de pensar sobre sí misma y sobre el mundo en que vivía. Recordaba que cuando adolescente había sido distinto. En esa época todavía creía, no tanto en Dios, sentimiento difuso que abandonó a los doce o trece años, sino en las cosas que escuchaba, leía o veía en la televisión. Digamos que, para ella, entonces todavía existía algo así como una verdad en las cosas humanas, y esa verdad se había esfumado, aunque no sentía nostalgia por ello.
Con el vestido decidido y el taxi reservado, Martina tenía aún casi una hora para el maquillaje, tiempo de sobra, se dijo, y comenzó a sacar de un bolso todo lo necesario para darle a sus ojos y párpados los matices que quería y que además combinaban con su traje y los zapatos. Terminó el maquillaje ante el espejo y pasó una revista general a su presentación, a la que dio un reconfortante visto bueno, incluso mejor de lo que esperaba. Se sentía satisfecha. Guardó la ropa que no se iba a poner, hizo lo mismo con un par de zapatos y recogió del suelo un cinturón. Todavía le quedaba tiempo; tomó un libro, se echó en la cama cuidando de no arrugar el vestido y leyó hasta la ocho y veinticinco, lo que coincidió con el término de un capítulo. Cogió la cartera, llamó al ascensor y bajó.
Tras el vidrio de la conserjería constató que el sol ya se ponía y que las luminarias públicas comenzaban a encenderse. No pasaron ni dos minutos cuando vio acercarse el taxi. Salió, abrió la puerta mientras le decía al taxista “yo lo llamé”, se subió cargando un regalo, uno sólo, para su amiga, la dueña de casa a donde iba, porque justamente no quería entrar en esa dinámica de multiplicar regalos. Se sentó al lado derecho, atrás. De inmediato dio la dirección: Simón Bolívar con Suecia. Eran unos quince o veinte minutos, si el tráfico era aceptable, y la verdad es que no estaba tan malo, quizás porque vivía en un barrio antiguo y lejos de cualquier mol.
El taxista conducía suavemente, sin los acelerones y frenazos tan frecuentes en la profesión al finalizar una jornada y más aun en los días de Navidad, cuando hace calor, el tráfico es peor que nunca y todo el mundo anda estresado y de mal humor. El auto tenía la radio encendida y se escuchaba una música popular intercalada por una sucesión de avisos comerciales, todos con un fondo de música supuestamente navideña. Entre medio, el locutor agregaba obviedades y lugares comunes como “en esta época de paz y amor”, “el recogimiento y la alegría del hogar”, “todos olvidan las diferencias con la buena nueva”, “el mejor regalo es una sonrisa”, frasecitas que probablemente aquel locutor había anotado en algún cuaderno al comienzo de su carrera y que seguía años después, tal como lo hacían los locutores de las demás radios.
Navidad le producía tirria, pero la relativa tranquilidad con que manejaba el chofer fue propicia para continuar con sus meditaciones. Recordó cómo era su país hacía tan sólo un par de décadas y pensó que su tierra y el mundo habían cambiado a una velocidad tan alta que incluso se notaba de un año para otro. En materia de religión, el signo más claro de los cambios era el abandono de las iglesias, abandono del que ella fue parte, incluso estuvo entre las iniciadoras entre sus amigas de un colegio subvencionado, pero de monjas. Cuando cumplió catorce años –recordó Martina- se lo dijo clarito a sus viejos: no, papi; no, mami; y, cuando insistieron, su respuesta fue la misma: no. Al día siguiente se lo contó a sus amigas y las convenció de que eso de las misas no tenía mucho sentido. Después, cuando ya estaba en el instituto profesional y sin que ella iniciara nada, fueron desapareciendo las tarjetas de Navidad, esas que se escribían manualmente, con bolígrafo o incluso con pluma, en un cartoncito impreso casi siempre con algún motivo ligado al nacimiento de Cristo. En cuatro o cinco años se acabaron los envíos con imágenes del recién nacido, de María o José, aunque el cambio fue gradual, porque en un comienzo se trató sólo de sustituir las figuritas por otras de contenido laico y tomadas de cuadros famosos, de algún museo de preferencia europeo, al menos entre la gente con más educación. Es decir, en vez de imágenes del nacimiento del niño Dios, se enviaba otras con un cuadro de Picasso o de quien sabe qué otro pintor convertido en algo convencional. Más tarde vino internet y los saludos electrónicos, que se podían hacer en serie y que no llevaban ninguna figurita, ni laica ni religiosa, y que tomaba mucho menos tiempo y, sobre todo, menos dinero.
De pronto, Martina volvió en sí y se dio cuenta de que al chofer tampoco debían gustarle mucho esas frasecitas del locutor y que pasaba la radio de una estación a otra, sin gran fortuna, porque la mayoría transmitía cosas del mismo tenor: una tocaba el “Jingle bells, jingle bells, jingle all the way” mientras otras tocaban el Noche de paz, noche de amor... . Pero, de repente, la pobre Martina escuchó algo que le erizó los pelos: no sólo era Julio Iglesias, sino que era Julio Iglesias cantando villancicos:
El camino que lleva a Belén baja hasta el
valle que la nieve cubrió.... ro po pom pom, ro po pom
pom. Ha nacido, en el portal de Belén ...
Tuvo casi miedo: quizás al taxista le gustaba e iba a dejar la radio allí, pero para su tranquilidad, el taxista colocó el sintonizador automático y el dial comenzó a pasar de una estación a otra. Fue un alivio para ella darse cuenta de que al chofer tampoco le gustaba Julio Iglesias o que al menos no lo iba a sintonizar.
De súbito, el conductor le preguntó:
- ¿Pero no se había muerto, ese Julio Iglesias?
El tono era impersonal, como si no se dirigiera a ella.
Eso la hizo salir de su ensimismamiento. Martina contestó con un leve encogerse de hombros y miró un instante al chofer por el espejo, sin encontrarse con la mirada de él, que mantenía fijos los ojos en la calzada.
Sólo entonces se dio cuenta de que había tomado el taxi sin siquiera saludar al chofer, incluso peor, sin mirarle. Se sintió culpable; sí, el taxista tenía un rostro y una edad, era una persona, no una máquina más dentro de la máquina que era el taxi.
Martina quiso disculparse, al menos con una mirada, y buscó los ojos del taxista por el espejo retrovisor, pero el conductor seguía atento al tráfico y no miraba hacia atrás. La concentración y el silencio del taxista la hicieron sentirse todavía más culpable. Entonces pensó que debía decirle algo, al menos contestar.
- Me parece que Julio Iglesias todavía vive. Debe estar muy viejo y hace mucho que no canta, pero, hasta donde sé, vive.
Martina dio una entonación irónica a la palabra “canta”.
En ese instante el buscador automático de estaciones sintonizó una radio donde había una canción de Shakira y el taxista lo detuvo allí.
- Debe ser por eso que no lo oía. ¿No le molesta la música? -preguntó el chofer.
Martina le miró por el espejo y por un instante se encontró con los ojos de él. Era un hombre de unos cincuenta años, con algunas canas y arrugas propias de su edad, que tenía una expresión amable. A Martina no le gustaba Shakira, pero pensó tres cosas: no puedo seguir siendo tan pesada con él; la música no está fuerte; y no le había preguntado si le gustaba Shakira, a lo que ella se hubiera visto forzada de decir que no, ya que se preciaba de ser sincera. La pregunta de él había sido si le molestaba la música y la verdad es que, aunque no le agradara, tampoco le molestaba.
- No, no. Está bien –respondió ella.
Martina dejó de mirarle por el espejo. Cuando ella ya desviaba sus ojos, se dio cuenta de que él los subía para observarla, pero las pupilas de Martina siguieron la dirección que ya habían tomado.
Martina continuó unos instantes contemplando las aceras. Notó que, a medida que pasaban desde Recoleta hacia Providencia, se veían más y más transeúntes y pasajeros que, cargados de paquetes, esperaban las cada vez más escasas micros. Se dijo que muchos de ellos llegarían tarde, malhumorados y con deudas a sus hogares, para tener que salir después, sin ninguna gana, a cenar donde las suegras, por esa tradición de pasar Nochebuena con los padres de la esposa y Nochevieja con los padres del esposo. Martina se sintió aliviada de no estar en esa situación, ya que no iba donde ningún suegro, sino a una simple cena de amigos. Después, sin saber por qué y arrepintiéndose de inmediato de haberlo preguntado, porque le pareció imprudente, agregó:
- ¿No es un poco ingrato trabajar el 24 de diciembre?
Cuando terminaba la frase, se encontró con los ojos de él, que esta vez tardó un poco más en sacar del espejo para volverlos a la calle y a la circulación.
- La verdad, no mucho. A esta hora ya se circula bien y los pasajeros suelen hacer carreras largas. Le voy a decir la verdad: a mí la Navidad no me dice mucho; soy separado y no tengo hijos, así es que no tengo las obligaciones de la mayoría en estas fechas. Además, no soy muy católico y con la cosa religiosa no estoy ni ahí. Para mí es casi como cualquier día, sólo que se gana más.
Hubo un nuevo instante de silencio. Martina se sintió más incómoda con la respuesta del chofer que con su pregunta, porque no quería entrar en intimidades en las que, sin embargo, se estaba metiendo. Había en ella dos fuerzas contradictorias –en realidad siempre las había. Una le decía que no correspondía entrar en conversaciones personales con desconocidos y otra que la invitaba a indagar más, en especial en esa fecha tan apta para reflexiones sobre el comportamiento y otras curiosidades humanas. Se sintió en aprietos en medio de la contradicción. Quedarse callada era ser demasiado desagradable con el taxista, pero reconocer ante él que su situación era similar significaba crear una familiaridad que de ningún modo quería. Decidió que la música, que la había metido en ese problema, le permitiría salir de él.
- ¿Le gusta esa música de Navidad? Digo esa que se oye en las radios, en la televisión, en los bancos, en los supermercados, en los moles: Jingle bells, jingle bells… Jingle… ¡Jingle tonterías! A mí me carga. Desde noviembre es lo único que se escucha.
- ¡Ah, no! A mí tampoco me gusta. Si usted tiene razón…
Hubo un nuevo silencio y ambos volvieron a la actitud común dentro de un taxi: cliente y conductor en silencio o bien hablando de cosas obvias. Sin embargo, medio minuto después, el taxista dio como un suspiro y agregó dando un reojo por el retrovisor:
- Puro negocio estas fechas, se… señora… ¡Ah, disculpe! ¿Señora o señorita?
Esta vez los dos quedaron mirándose unos instantes en el espejo sin sacar ninguna la vista de él hasta que Martina precisó:
- Señorita.
- Ah…
El taxista la miró por el retrovisor fijamente mientras ella le contestaba. En ese instante se escuchó una bocina por el lado y el chofer tuvo que dar un brusco frenazo para no hundirle la puerta al auto que se le cruzaba por delante. A Martina no le gustó esa situación y se dijo que finalmente era imposible tomar un taxi y no pasar, en algún momento de la carrera, por la experiencia de ser sacudida, pero poco más allá el conductor retomó la calma y Martina volvió a su sociología de la Navidad. Al ver los avisos en la calle, la gente cargada con paquetes y los Santa Claus en las esquina pidiendo limosna, muertos de calor, pensó en que el buen vivir había sido sustituido por la felicidad cartón-piedra y su secuela de visitas al sicólogo para liberarse del desánimo por la obligación de comprar, el pago de las deudas y el deber de ser feliz en esa fecha. ¿Acaso la felicidad se podía programar?
Se acababa de hacer esa pregunta cuando el chofer la interrumpió:
- ¿Le gusta bailar?
Con esa pregunta, el diálogo pasaba a otro plano. Estaban ya en la Plaza Italia y de allí al destino debían quedar unos diez minutos. A los cuarenta y tantos ya no se baila todos los días, pero decir “no” era mentir y además pasar por vieja, lo que no iba con ella. Su vestido trasmitía una personalidad independiente y sin complejos con su propio cuerpo, motivo por el que justamente se lo había puesto; una persona que se vestía así probablemente tampoco tendría inhibiciones para bailar y eso se veía a simple vista. Y, sobre todo, además de no ser vieja, era más joven que el taxista y su cuerpo y su estado físico eran muy superiores a los de muchas mujeres de su edad, pensó Martina. La respuesta se impuso por sí misma:
- Sí, me gusta bailar.
Martina ni siquiera había terminado la frase cuando tocó una luz amarilla y el taxista, por primera vez, en lugar de mirarla por el espejo, aprovechó que debía detenerse para hablarle girando la cabeza hacia atrás.
- Qué bien. Bailar es bueno para la salud.
Martina se dio cuenta de que no le disgustaría irse a bailar esa noche. Quizás era una buena idea proponerle a sus amigos que partieran a algún sitio después de cenar o que incluso bailaran allí mismo, en la casa de su amiga, como lo hacían antes. Quedaban unos ocho minutos de recorrido; estaban en la esquina de Manuel Montt con Providencia y siguieron por esta última calle.
De nuevo hubo silencio. El auto siguió camino, hubo un par de detenciones y nuevamente un par de salidas después de un semáforo. Era ya casi de noche y parecía que junto con el sol se iban ido los últimos transeúntes con paquetes. Ahora había más movimiento de automóviles, que salían rápidamente tras la luz verde. Martina vio a los conductores como poseídos por un rito y retomó sus reflexiones. Se dijo que de la Navidad no quedaba nada y que había sido sustituida por una fiesta pagana, sostenida por empresas y por gobiernos, porque así las primeras ganaban más y los segundos cumplían las metas de empleo y crecimiento económico que habían prometido en las elecciones y pocas veces podían cumplir. Lo nuevo era que el consumo se había convertido en una religión –no tenía duda de que en realidad era una religión- y que ésta era el verdadero centro del mundo en que vivía. Igual como en otros tiempos, en que el temor al infierno y el premio de la vida eterna aseguraba la lealtad a las instituciones, en la actualidad, las compras y las deudas aseguraban la lealtad a los señores del dinero, así sacrificara la población la salud, la razón y la vida, del mismo modo que en otros tiempos el cristianismo pedía sacrificios. Habían cambiado el contenido, los estímulos y los castigos en relación con creencias más antiguas, pero su función era la misma y la nueva Navidad pagana era su celebración.
Martina estaba en lo más profundo de sus meditaciones cuando súbitamente el taxista le dijo:
- El año pasado me fui con mi polola y unos amigos a bailar.
Martina se dio cuenta de que, habiéndole aceptado la conversación inicial, ya no podía interrumpir el diálogo y, además, ¿por qué no hablar con el chofer?
- Y esta noche, ¿sale con su polola? –le preguntó.
- Ah, es que la cosa no terminó bien. Le voy a contar, si no la aburro.
- No, no me aburre.
- Mire, para Nochebuena nos reunimos con un grupo de amigos y conocidos. También estaba un compañero taxista. Allí se conocieron mi esposa y él. Después, entre el 24 y el 31 de diciembre, no sé bien qué pasó. Yo no noté nada, pero el 31 fuimos a una fiesta. En determinado momento, me dijo que se sentía mal y que iba a regresar. Le ofrecí irnos juntos, pero insistió: que para qué iba yo a abandonar la fiesta si lo estaba pasando bien y que la llevaba una amiga, que estaba allí. No sé a dónde la fue a dejar su amiga, pero no a mi casa, aunque, mejor dicho, sí sé a dónde. La busqué como condenado el primero de enero. El día dos, cuando volví de buscarla por todas partes, me encontré con una nota debajo de la puerta, donde decía que no siguiera, porque estaba con ese compañero taxista. Al principio anduve mal, claro, y lo único que quería era encontrarme con él para matarlo a puñetazos, pero nunca lo hice, ni tampoco la busqué a ella. No les he vuelto a ver.
Un año atrás, para Navidad, también Martina le presentó una amiga a su novio, con la que él se marchó en Año Nuevo. El último día del año, Martina ya tenía el vestido puesto y el maquillaje hecho cuando el muy desgraciado la llamó y le dijo que había tenido un problema familiar, sin que ella sospechara nada hasta que ni él ni su amiga aparecieron en la cena, a la que Martina llegó sola. Era reconfortante saber que al taxista le habían hecho algo semejante, lo que constituía una suerte de merecida venganza contra el sexo masculino, pero reconfortante a medias, muy a medias. Martina no era una mujer vengativa y las venganzas le parecían más bien una actitud de mujer resentida, sobre todo de aquellas que escondían sus dudas sexuales bajo teorías feministas o seudo feministas. No, ella no tenía rencor contra los hombres; ella había hecho su vida independiente, eso era todo. Y por favor, que no confundieran las cosas.
Pronto desapareció en Martina esa satisfacción oculta por la desgracia del taxista y sintió como si le hubieran dado un golpe bajo. Le molestó sentirse identificada con su interlocutor y no quería darle el privilegio de que se enterara. En cuanto revelarle al taxista que a ella le había pasado lo mismo, jamás.
- Lo siento –dijo Martina en un tono suave, aunque no cálido.
La frase de Martina coincidió con una luz amarilla. El taxista se detuvo, giró la cabeza hacia atrás y hacia su derecha y miró a Martina, demorándose unas milésimas de segundo para mirarle las piernas, cubiertas por unas medias negras, como negros eran el vestido y los zapatos. La mirada duró sólo un instante, pero lo suficiente para que ella, como mujer, lo notara. Martina se sintió un poco incómoda, aunque también halagada. También ella aprovechó de mirarle, aunque la sorpresa no le permitió realizar un verdadero examen. Después, su instinto le hizo recoger las piernas, que tenía inclinadas hacia la izquierda, y las colocó en frente, detrás del asiento delantero del lado derecho, de forma que no fueran visibles desde el lado del conductor, incluso si se daba vuelta. El taxista giró la cabeza hacia delante y aceleró. Martina le dijo al partir:
- Con una esposa que se le va así, lo mejor es que haya partido -respondió ella. …
Se produjo un nuevo silencio, que esta vez no fue el simple silencio de pasajero y chofer al interior de un auto, sino del no saber cómo continuar. Ambos retomaron su papel, ella el de cliente y, él, el de conductor profesional. En el cruce con Pedro de Valdivia se detuvieron más de la cuenta. El semáforo había dado verde, pero no se podía pasar porque una riada de gente atravesaba con paquetes y bolsas que decían Almacenes París o Falabella, las principales tiendas de la esquina, que aún no cerraban. Se oyeron algunos bocinazos; los autos de más atrás presionaban para que los de adelante se apuraran, pero todavía no se podía pasar y dio roja nuevamente.
Martina sintió que no había sido incorrecto dar su opinión sobre la esposa del taxista, pero le molestaba que ir entrando en intimidades con ese desconocido, porque era como dejarse desnudar. ¿No revelaba eso que, en el fondo, ella estaba mucho más sola de lo que se había dicho durante el último año? ¿Cómo permitir que pudiese alcanzar tanta proximidad en tan poco tiempo? Quizás era la prueba de que el modelo único de vida que se había impuesto tenía la capacidad hacerle pagar, en dolor, el haberse alejado del esquema papi mami hijitos Santa Claus lleno de paquetes deudas sonrisa Navidad feliz en Falabella embargo sonrío feliz? ¿O es que, peor, quizás mucho peor que todo lo anterior, se le notaba en la cara lo que a ella le había sucedido con su novio un año antes?
Siguieron avanzando. Estaban a unos dos minutos de llegar. El silencio era incómodo. Martina sentía que habían alcanzado demasiada intimidad, que exponía sus debilidades, por mucho que hubiese ocultado lo fundamental e intentase ocultar mucho más.
Ya era completamente de noche y estaban más lejos de los grandes centros de compra. Los plátanos orientales de la calle Suecia generaban amplias zonas de penumbra y al mismo tiempo de agrado, porque circulaban como protegidos por las ramas llenas de hojas. Justo en una luz roja, a un minuto o incluso menos del destino, en Diagonal Oriente con Suecia, el taxista le preguntó:
- ¿Va a alguna fiesta?
- Donde una amiga –respondió ella calmadamente.
- ¿Pololea?
Esta vez todo había sucedido demasiado, demasiado de prisa. Era como si le disparasen preguntas con un arma de precisión, destinada especialmente a dar en el blanco, a darle a ella en sus puntos más débiles. Martina se sintió acorralada, sin embargo, nuevamente experimentó, mezclada con la anterior, una sensación de placer. Iba a sonreir, pero reprimió la sonrisa, no fuera a ser que él la viera en ese estado por el espejo.
En ese instante cambió la luz y Martina no encontró nada mejor para escapar que decirle al taxista, reforzando sus palabras con un movimiento de los ojos, que él miraba por el espejo:
- Siga. Tiene luz verde…
Martina se vio sorprendida por la ambigüedad sus propias palabras, como si le vinieran por hechizo, un hechizo que se apoderaba de ella. Tuvo una súbita sensación de que era presa como de un embrujo, de que sus palabras no eran las que normalmente ella se atrevía a decir, sino las que deseaba decir. ¿Qué hacer, ahora? Dar una explicación y decir que el “siga-tiene-luz-verde” se refería al semáforo era agravar el caso e incluso aceptar que debía dar explicaciones ante alguien con quien ella, en principio, se sentía completamente libre. En medio de esas dudas, pensó que su teoría sobre la religión consumista era demasiado dura, porque al menos ese hombre, aunque tal vez audaz con sus preguntas, no parecía haber sucumbido a la idolatría navideña.
El auto siguió avanzando y estaba sólo a pocos segundos de bajarse. Siempre lo hacía en la intersección de Suecia y Simón Bolívar, porque si la dejaban ante la puerta de su amiga, el taxi tenía que dar una vuelta para no ir en sentido prohibido, lo que encarecía inútilmente la carrera por no caminar una cincuentena de metros. Tuvo un sentimiento muy contradictorio: quería y no quería bajarse. El taxista la salvó:
- ¿Doy la vuelta para dejarla en la puerta?
- Sí, déjeme en la puerta.
Eso le daba a Martina un minuto extra, aunque pagara más, pero eso ya no le importaba mucho. El taxi partió, dio una vuelta a la izquierda y otra más un poco más lejos, pero se notaba que iba más lento de lo necesario. A Martina se le aceleraba el corazón. De pronto vio la puerta del edificio al que iba. Debía decidirse, pero no sabía a qué decidirse y sólo sabía que no quería cometer un error, no quería cambiar esa cena de Navidad con sus amigos más queridos por una noche de sexo. No, decididamente no, pero tampoco quería… ¿qué quería ella, qué quería en realidad ese hombre?
Ya estaba frente a la entrada. El chofer detuvo el auto y dijo:
- Son…
Pero el taxista no terminó su frase. Apretó un botón del taxímetro, se borró la cifra que ella debía pagar y aparecieron unos ceros, como si no hubiera habido carrera. Ella tenía el bolso abierto y había adelantado un poco el cuerpo, para hacer más fácil el acto de pagarle, pero se dio cuenta de que no había ninguna cifra.
Entonces, él, antes de que Martina saliese de su perplejidad, se soltó el cinturón de seguridad y se dio la vuelta completamente. Estaban frente a frente. Martina, por primera vez, lo miró con los ojos bien abiertos.
Curitiba, diciembre 2010. Finalista del Premio Juan Rulfo, 2012, bajo el seudónimo “Carioca”.
"The Power of Prose"
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