PROYECTO FINANCIADO POR EL FONDO DEL LIBRO Y LA LECTURA
Lunes 22 de septiembre 2015
Informe al señor David Ramos
Presidente del Club Andino El Tupungato
Salida: Enésima
Destino: Cascada de Apoquindo
Fecha: 20/09/2015
Resumen: Ya nada es como era. Usted no se presentó. Las costumbres se disuelven. Las filas para numerarnos no son rectas. Ya no comemos pan añejo en la cumbre. El agua ha sido sustituida por vino. Es el fin. El fin del Club Andino el Tupungato. Puede que el fin de los fines, el fin del mundo. Y más.
Estimadísimo señor presidente y jefe de todas nuestras expediciones:
Usted no vino a nuestra última excursión. Eso era ya un mal comienzo. Había, además, una mayoría de miembros recién incorporados al club, lo que tampoco era bueno. Lo que sucedió después sólo podía ser peor. Y así fue. Las desgracias que nos acontecieron a partir de entonces fueron las siguientes:
Como en todas nuestras salidas, para estar seguros de que volveríamos el mismo número de los que partimos, comenzamos contándonos. Ahora bien, la fila para numerarnos, que siempre bajo su conducción había sido recta, fue esta vez desordenada, oscilante y curva, como culebra, para decirlo en pocas palabras, como una que además se mordiera la cola. Era un círculo sinuoso, chueco y cerrado en sí mismo. Sólo nos dimos cuenta cuando íbamos en el número 144 y cada uno se había contado tres o cuatro veces pues, en realidad, éramos tan solo 32. Esa distracción le permitirá a usted darse cuenta en el estado de relajo en que partimos.
El transcurso de la caminata se dio en condiciones aparentemente normales. Usted ya conoce la ruta: se camina por un sitio con subidas y bajadas de poca pendiente y amplitud, aunque siempre ascendiendo; se atraviesa por el puente colgante; se cruza el río Apoquindo la primera vez, saltando entre las piedras; se sigue por una pendiente más fuerte, en medio de matorrales, donde habitualmente se producen las primeras deserciones; se cruza el río una segunda vez; se sigue ascendiendo unos 500 metros, lo que produce el segundo grupo de deserciones; se llega a una explanada, siempre hacia arriba; se baja al río; se le atraviesa una tercera vez saltado nuevamente entre las piedras; se sube en la orilla contraria por una pendiente llena de polvo o barro, según la época y lluvias; se camina por una explanada con escasa vegetación y se llega al pie de la cascada. La duración normal del trayecto es de tres horas y cuarto para los que están en buen estado físico y unas cuatro horas para los más lentos, que suelen ser, también, los recién ingresados. Se trata, más que de un ascenso de montaña, de una excursión cerril apta para recibir a nuevos integrantes. Quiero hacerle notar que esta vez hubo muchos que tardaron más de cinco horas. Después comprenderá el porqué, puesto que sólo en apariencia la caminata fue normal.
Ya arriba, en nuestro destino, se manifestaron los primeros desarreglos. Como usted sabe, la zona de la cascada consta de tres pozones. El primero, el más grande y frío, se encuentra justo bajo la caída de agua. El segundo, unos metros más abajo y semi oculto por unos arbustos, es más pequeño y tranquilo. Por último, el tercero es de tamaño intermedio y tiene una temperatura más alta, porque recibe sol y las piedras del fondo se calientan. Algunos miembros recientes, carentes de las recias costumbres de los más antiguos, en lugar de quedarse con su ropa que quizás podamos llamar reglamentaria (a pesar de la ausencia de uniformes en nuestras filas), sucia, polvorienta y maloliente, se permitieron sacársela y bañarse en bikini (ellas) y paños menores (ellos). Y además, lo hicieron en el primer pozón, el más frío, con el fondo más desagradable e incluso doloroso para la planta de los pies. Comprenderá usted que el hecho de que los desarreglos se hayan producido en el primer pozón y que hombres y mujeres lo hayan hecho juntos es síntoma inequívoco de que sucedía algo anormal, ya que era mucho más lógico bañarse en los demás pozones, más tibios y tranquilos, y también era más lógico haberlo hecho separados, como en los honorables colegios que antes separaban a chicos y chicos, con tan buen criterio. ¡Qué horror! ¡En bikini en la montaña! ¡En paños menores bajo la cascada! ¡Juntos los dos sexos! ¡Qué disipación, qué inmoralidad! ¿Se da cuenta que eso socava nuestras severas costumbres? ¿Se da cuenta que distraen nuestra vista de las altas cumbres cordilleranas? ¿Se da cuenta de que eso desconcentra de caminatas, ascensos y esfuerzos, tan propio de los objetivos que se ha dado nuestro club? ¿Se da cuenta, se da cuenta?
Tras esos desagradables acontecimientos, los protagonistas de los hechos se vistieron y se fueron a almorzar a un sitio llamado “el mirador”, una treinta de metros más arriba, en una punta rocosa donde es posible sentarse de la rústica manera que honra nuestro temperamento. Usted ya sabe que siempre, para recuperar energías, independientemente del hambre, del esfuerzo y de la altura, hemos comido un pan más bien pequeño y añejo, con una lonchita de queso, normalmente gauda, no más gruesa que un hoja de libro y, a lo más, cuatro o cinco maníes tostados por persona. Y eso también en las excursiones de dos o tres días, repitiendo el mismo plato mañana, tarde y noche, agregando, a lo más, una sopita al ponerse el sol.
Ir a la Cascada de Apoquindo, para nosotros, montañistas avezados como somos, no es más que un paseo, por lo que se había decidido previamente que sería la ocasión para que tres nuevos miembros cumplieran con su obligación de ofrecer a los más antiguos una comida un poco más apetitosa y abundante para celebrar su reciente ingreso, es decir, pagar el piso, como decimos en nuestra jerga. Hasta entonces, esa obligación se cumplía llevando para todos una loncha de queso extra y unas cuantas almendras adicionales al maní. Pero esos tres se han permitido, en un inaguantable extremo, se han permitido -decía- celebrar su ingreso llevando centolla... centolla. Sí, centolla, con repetición para todos. ¡Centolla! ¡Ningún respeto por nuestro humilde pan añejo y latigudo! !Ningún respeto por nuestro alimento que, cuando íbamos a las más altas cumbres, tenía, para darnos más energía, dos lonchitas de queso! Ningún respeto por las tradiciones, por la dura vida de montaña, ningún respeto por nada ni por nadie, señor presidente, ningún respeto, ninguno.
Y fíjese que, además, había vino, no de esos que vienen en cajas de cartón, popularmente llamados, por su desconocida y discutible cepa, “cartoné”, sino vino en botellas. ¿¡Habrase visto!? ¿Dónde va a quedar nuestra agua de la llave, sustituida, cuando teníamos acceso a un arroyo, por agua pura de la montaña? ¿Dónde quedarán nuestros días de fiesta, excepcionalísimos, en que celebrábamos con un jugo en polvo marca Zuko, con kilos de sodio y colorantes? ¿Dónde, alguien me puede decir dónde quedará ese hermoso colorante y ese sodio tan buenos para la salud? Y debo agregar que el vino fue servido en copas. ¡En copas! ¡Pero si nosotros siempre hemos bebido de nuestras cantimploras, de nuestras botellas de aluminio o de plástico! No, no voy a decir que había una copa para cada uno; no, no es mi estilo exagerar, pero había seis. Sí, seis, porque las conté. Seis copas allá arriba....
No termina todo allí. Lo más grave, señor presidente y jefe de todas nuestras expediciones, es lo que viene. Siempre aprovechando su ausencia, se produjo un complot médico-financiero que amenaza la esencia de nuestro club y que acabará con su característica de ser una institución sin fines de lucro. He aquí mi testimonio, fiel, objetivo, neutro, equilibrado, claro y transparente sobre la mencionada confabulación (estoy dispuesto a repetirlo en un interrogatorio judicial):
El complot lo encabeza una de las recién ingresadas, médico siquiatra de profesión, cuyo nombre comienza con la letra J. Siquiatra. ¿Ve Ud.? Es decir, una médico de esos que han leído a Freud y ven libido en todo. Hasta en la sopa. Y ya verá usted lo que ha organizado con sus cómplices, que se encuentran perfectamente individualizados y son: doña A, médico ginecóloga de profesión; el señor H, médico pediatra; y la joven L, educadora de párvulos, todos nuevos en nuestro grupo.
El procedimiento que siguieron fue el siguiente: Doña J, abusando de la confianza entre camaradas de un mismo club, hipnotizó a los tupungateros durante los descansos del trayecto. Comenzó por los más antiguos y aguerridos, porque con ellos tardaba más, dado que en ellos el carácter montañés se haya más formado y son más resistentes a seducciones, vicios y debilidades. El proceso consistía en hacerles observar una brújula cuya aguja, en lugar de indicar el norte, giraba vertiginosamente en sentido contrario a las agujas del reloj, movida por un sistema de cuerda y relojería. Posteriormente les contó un mito, el de Edipo, quien, como se sabe, comete actos y aberraciones indecibles, que naturalmente no es el caso repetir. Doña J lo narraba como si, en lugar de tratarse de una leyenda, hubiese sido verdad, como si hubiese sido una historia real. Así, poco a poco (ya comenzará a comprender usted porque tardaron tanto en el trayecto), fueron cayendo antiguos miembros de nuestro club, hasta entonces incólumes ante toda fragilidad. Después, doña J hipnotizó a los tupungateros y tupungateras más nuevos, lo que le fue mucho más fácil y rápido por su carácter montañés aún en formación.
¿Cuál fue la orden durante el trance? Que al llegar a la cascada se bañaran semi desnudos, distrayendo a los que aún no habían sido apartados de sus obligaciones estrictamente montañesas. En su mochila, en lugar de la ropa y abrigo propia de las alturas, doña J llevaba un botiquín cargado de psicotrópicos, por si alguien, como de hecho aún sucedía, hubiera resistido al proceso. Y más aún: llevaba una jeringa, de la que hablaré después (disculpe usted, señor presidente, pero no puedo contar todo al mismo tiempo).
Como ya le había planteado, el almuerzo no fue la frugal colación que debía, sino que, en realidad, consistió en algo muy distinto y parte esencial de la maquinación. En ella tuvieron un papel central los cómplices ya identificados: doña A (ginecóloga), el señor H (pediatra) y la joven L (educadora de párvulos), porque fueron ellos los que llevaron esa comida impropia para nuestro esforzado club. Esos platos no fueron más que un pretexto, no de celebración por haber sido aceptados en nuestras filas, sino para que doña J pudiera administrar, mezclado con los alimentos, los psicotrópicos a aquellos tupungateros –especialmente más antiguos-, que aún habían resistido el hipnotismo o habían marchado con un tranco demasiado rápido para que ella los alcanzara. Así consiguió doña J que la mayoría cayera en el desorden, el caos y el desastre en el que ya estaba sucumbiendo los demás miembros del grupo.
Digo “la mayoría”, porque hubo quienes, tras años de fortalecimiento moral en la montaña, lo que incluye una dieta vegetariana donde no caben ni centolla ni animales muertos, aún tenían la capacidad de resistir la decadencia. Para ellos y para todos a los que aún el hipnotismo y los psicotrópicos no hacía mella, doña J tenía preparado en su botiquín nada menos que una jeringa. Entonces, sin piedad y sin respeto, ella clavó la mencionada jeringa en cierta parte trasera buena para sentarse y que, por pudor, no me atrevo a nombrar, así como tampoco daré los nombres de quienes sucumbieron a esta terrible, última e indigna acción de la desalmada señora J.
Con ello se consumó el más grave atentado que haya sufrido y pueda sufrir nuestro honorable club andino y que invito a usted, como presidente y jefe de todas nuestras expediciones, a castigar con rigurosidad. Es que entonces, gracias a la preparación lograda mediante el hipnotismo, los baños en tenida impropia, los psicotrópicos y la jeringa, hubo todo tipo de bacanales. Fue algo nunca visto y que estoy seguro nunca más se volverá a ver, pues se sabe que la altura no es adecuada para entregarse a los placeres culinarios y menos a los eróticos, los primeros porque la digestión se vuelve difícil por la falta de oxígeno y los segundos porque el aire enrarecido impide desempeñar con éxito las demandas gimnásticas propias de la actividad sexual. Sin embargo, en esta ocasión, el personal, sometido a influencias tan artificiales, no pudo resistir, con el incontenible efecto de que la bacanal produjo numerosas fecundaciones, pues la vida activa mantiene a nuestras socias mujeres particularmente fértiles y a nuestros socios varones con una tasa de espermatozoides especialmente elevada.
Pero aquello era sólo la primera parte de esta oscura trama. Usted ya sabe, señor presidente y jefe de todas nuestras expediciones, que estamos en una época llamada posmoderna. Ya no son éstos tiempos de romanticismo o de psicodelia, como a la que, a primera vista, podría pensarse que pudiera conducir una trama urdida con hipnosis y psicotrópicos suministrados al aire libre, en la montaña, ante una cascada y bajo el sol.
No, señor, no. Muy lejos de experimentaciones y happenings del siglo pasado. Todo esto tenía una finalidad muy distinta y nada, nada romántica. Pocos meses después de sucedidos los hechos, -y he allí el objetivo oculto del complot-, como usted habrá podido imaginar, nacerán tupungateritos o, dicho de otra manera, hijos de los miembros de nuestro club andino. Para entonces, dada las características del proceso de generación en estado de conciencia alterada, tras bañarse en agua fría y en altura, esas madres y esos infantes requerirán la atención de rarísimas especialidades médicas y pedagógicas, las que, en nuestro país, sólo tienen doña A (ginecóloga), don H (pediatra) y doña L (educadora de párvulos). ¿Comprende usted, señor jefe y presidente? Vea: hipnosis, baños sin ropa reglamentaria, psicotrópicos, jeringa, bacanal, fecundación; y después: doña A (ginecóloga) se encarga de atender a la mamá; don H (pediatra) atiende al niño; y doña L (educadora de párvulos) le da su primera escolarización; y la misma doña J (siquiatra) escuchará en su diván sicoanalítico la dificultades emocionales propias de esos bebés engendrados en tan singulares condiciones.
¡Negocio redondo! ¡Construirán un centro médico-educativo tupungatero con clientes cautivos! ¡Lucrarán más que las universidades privadas bajo el actual gobierno! Vea usted, señor presidente y jefe de todas nuestras expediciones, vea usted lo que hace un sólo día de su ausencia, vea usted a lo que ha descendido nuestro Club Andino el Tupungato, hasta hace poco de moral intachable y sin fines de lucro. Estamos mal. Es necesario que venga usted a poner orden y a castigar a los que se lo merecen.
Por último, falta explicar una excepción: la de ser yo el único en condiciones de redactar el relato de la trama que nos aflige y que usted lee. Ahora bien, señor presidente y jefe de todas nuestras expediciones, ni usted ni nadie sabrán nunca de qué modo eso ha sido posible. Como está enterado, al ingresar quedamos protegidos por la Constitución de nuestro club, que nos permite, si lo deseamos, guardar silencio sobre todo aquello que suceda en cotas superiores a los 1.000 metros. Por haber ocurrido lo narrado sobre aquel nivel, me cobijo en ese texto, depositario de las normas que todos juramos respetar. El secreto morirá conmigo.
Esperando que no se ausente en nuestra próxima expedición, lo saluda un andinista agobiado por el desorden que se apodera de nuestra venerable institución.
Justo Pastor del Monte
Miembro fundador del Club Andino El Tupungato
"The Power of Prose"
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