PROYECTO FINANCIADO POR EL FONDO DEL LIBRO Y LA LECTURA
Raúl se despertó transpirando y ya no consiguió dormir. El corazón le latía de prisa, como si estuviese en una carrera o lo estuviesen persiguiendo. No era la habitación lo que le asustaba, había nacido allí, vivía en una casa prefabricada con límites extendidos mediante paredes de cartón, zinc y madera y en ella se sentía seguro, no había nada entre los muros que desconociese e incluso a oscuras las sombras y la media luz que entraba por la ventana le parecían familiares. Tampoco se sentía solo, su hermano dormía en el suelo, a su lado, y respiraba tranquilamente. Sin embargo experimentó algo peor que el miedo, algo que no podía explicar, una amenaza cuyo origen no sabía si estaba en sí mismo o afuera.
Marta, su mamá, había pasado por períodos sin empleo, pero ahora trabajaba como empleada “puertas adentro” y en la mediagua habían quedado Raúl y su hermano, solos. Raúl ya era grande y desempeñaba el oficio de jardinero, que su papá, ya muerto, le había enseñado de pequeño, cuando lo llevaba para que le ayudara a barrer las hojas, a recoger el pasto cortado, a poner veneno a los caracoles. No echaba de menos a sus padres, desde niño se había acostumbrado a estar solo y a ganarse la vida como mejor pudiera, aunque siempre con honestidad. Nunca había robado, ni siquiera en los pequeños almacenes del barrio, ni tampoco había vendido neoprén, marihuana, pasta base o crack: a los veintidós años era como un joven modelo que desmentía estadísticas y todo cuanto se confabulaba para ligarle a la criminalidad. En esos suburbios, nadie hubiera creído que era honesto, pero él era así. Su hermano y él vivían en un barrio surgido de la nada, sin preocuparse nadie de sus habitantes ni de urbanizar ni de construir aceras para los peatones ni asfaltar ni iluminar ni plantar árboles ni crear escuelas ni consultorios médicos ni hacer nada que transformase unas cuantas casas en un pedazo de ciudad, a pesar de que no era un campamento. Pero Raúl no se amargaba por eso ni por muchas otras cosas, no porque fuera un resignado, sino porque pensaba que para no hundirse en la miseria mejor era el trabajo que revueltas y reuniones de partidos, activísimos en su barrio en otra época, y esfumados en los último tiempos, excepto para las elecciones, que a él le daban igual. Raúl era un caso especial, quizás le faltaba un poco de inteligencia, jamás había podido distinguir las ideas de uno y otro partido ni tampoco comprenderles cuando hablaban de problemas inextricables, violaciones a los derechos humanos, la Transición a la democracia, países desconocidos y cifras tan altas que ni siquiera podía imaginar. ¿Quién, quién se preocupaba de ellos, quién atendía sus necesidades, quién vivía en la población, quién se llenaba los pies de barro en el invierno, quién peleaba contra las ratas, quién que no fuera ellos mismos? –se decía él.
Sus preguntas quedaron sin responder, hacía más de dos horas que la agitación del despertar se había transformado en pensamientos que se sucedían sin orden mientras miraba sin ver un techo que, con la aurora, adquiría un tono azuloso y después amarillo.
Había salido el sol y tenía que trabajar: se puso de pie, estiró los brazos, caminó sobre el colchón de su hermano cuidando de no despertarlo y se dirigió a una zona contigua en la que había jabón, un espejo y un recipiente con agua. Se arrojó unas gotas en la cara y se afeitó sin mucho cuidado, pero no se peinó ni duchó, aún no era verano y la ducha, que consistía en una manguera que distribuía agua por medio de una lata de conserva con agujeros colgada desde un muro, se hallaba afuera, en el patio. Se vistió después con sus ropas “made in USA” de segunda mano, se echó al hombro la bicicleta sin cambios y algo desvencijada y salió hacia el trabajo.
Raúl, como lo había sido su padre, era el jardinero de los Cavaradossi y de varias casas del mismo sector, uno de esos barrios en los que la ciudad parecía verdaderamente ciudad, con aceras, pavimento, luminarias, semáforos y alcantarillado. De natural cortés, relativamente buen mozo, aunque le faltara un diente perdido de niño, trabajaba con esmero y no sólo había logrado mantener los clientes que le había dejado su padre, sino que los había aumentado, aunque estaba llegando al límite de su capacidad de trabajo. Uno de sus patrones pensó darle un puesto fijo, pero su esposa desestimó la idea por el mal olor: Raúl ignoraba cuánto le perjudicaba el ser tan reacio a la ducha y, desgraciadamente, los únicos que tenían sensibilidad para percibirlo no se lo dijeron nunca. Aun así, era de los que tenía mejor pasar en entre sus vecinos e incluso había abierto una cuenta de ahorros para comprarse, en uno o dos años, una moto o incluso una de esas camionetas Suzuki con aspecto de pan de molde que le permitiera ir de un jardín a otro más de prisa: de ese modo conseguiría hacer dos en una sola jornada, aumentar sus ingresos y vender plantas a las mismas personas a quienes cuidaba el jardín.
Al llegar a la calle, en la que vereda y calzada, hechas de la misma tierra y de las mismas piedras sólo se distinguían porque la superficie de una se hallaba pocos centímetros más abajo que la de la otra, se encontró con doña Lucía. Doña Lucía, de unos cuarenta años, era la propietaria de un kiosco situado a los pies del único y prematuramente envejecido edificio del sector en el que ella misma vivía. Lo había construido el Servicio de Vivienda, el SERVIU. Conocía a Raúl desde niño y lo trataba como si fuera de la familia. A él no le desagradaba esa familiaridad en un barrio en el que por su carácter y su forma de ser tenía escasos amigos.
– Qué bueno que te encuentro –le dijo ella.
– Hola, doña Lucía –respondió él afectuosamente.
– Raulito, por fin encontré el cable que me hacía falta, pero no tengo a nadie quien me lo instale. ¿Me lo colocai tú, por favor? Sé bueno –concluyó mostrándoselo en las manos.
Doña Lucía, como muchos habitantes del sector, robaba electricidad desde un poste cercano. El mismo Raúl había trepado al poste y tendido los cables hacía poco más de una semana, pero aunque los alambres hubiesen llegado hasta un borne en el exterior del kiosco, le había faltado poco más de un metro y no llegaban ni hasta la ampolleta ni hasta el enchufe en el interior de la casamata.
Fue entonces cuando Raúl se acordó de que esa mañana se había despertado angustiado al soñar que alguien le entregaba un cable y que después, con ese mismo cable, lo ahorcaban. No era supersticioso, pero se sintió molesto y tuvo deseos de marcharse.
– Estoy apurado, doña Lucía. ¿Por qué no se lo pide a mi hermano?
– Pucha, Raúl. Tu hermano es un holgazán, ya lo sabís. Seguro que no va a querer y, aunque quiera, es un torpe. La conexión se echará a perder al día siguiente.
En realidad Javier no era tan holgazán como decía ella, aunque no se caracterizara por su amor al trabajo, ni tan torpe, aunque tampoco fuera hábil, pero para doña Lucía era un asunto personal y quería que se lo instalara Raúl, por siempre le había tenido cariño. Puso mala cara.
Raúl trató de levantarle los ánimos.
– Doña Lucía, menos lágrimas, que no es para tanto, ni tan complicado. Se lo pediré yo mismo a mi hermano, cualquiera lo puede hacer.
Antes de continuar hacia el trabajo volvió a su casa para despertar a su hermano:
– ¡Javier, Javier! –gritó Raúl llamándolo.
Tuvo que insistir varias veces hasta que después de un par de minutos Javier abrió una ventana que en lugar de vidrios tenía plásticos.
– ¿Quién jode a esta hora?
Aún no era las ocho de la mañana.
– Oye, sale –le dijo Raúl con su autoridad de hermano mayor.
– Estoy durmiendo. Qué querís.
– Yo, nada, pero doña Lucía quiere que le pongai el cable. Ya sabís, el del kiosco.
– Después de almuerzo.
– ¿No podís antes?
– No.
– ¿Seguro que lo vai a hacer después de almuerzo?
– Por doña Lucía haría cualquier cosa –respondió Javier haciendo un gesto grosero, aunque sin maldad.
Raúl volvió al kiosco.
– ¿Ve? doña Lucía. No había para qué sentirse, se lo instalará mi hermano esta tarde. Ahora me tengo que ir. Vendré a verla cuando regrese. ¡Chao!
Raúl se subió a su bicicleta y se fue donde los Cavaradossi, que vivían a casi una hora de pedaleo en la parte alta de la ciudad. Acostumbrado desde niño a usar la bicicleta, no le parecía lejos. Doña Lucía lo vio alejarse con algo de decepción, siguiendo la delgada huella de los neumáticos en la tierra. Poco más allá comenzaba el asfalto y Raúl evitaría así las desagradables vibraciones que los desniveles de la calle transmitían por la horquilla y el volante hasta las manos. Hacía buen día; si no hubiera sido por los autos que pasaban tan cerca que casi le rozaban, hubiera podido tomarlo como un paseo.
Doña Lucía caminó hasta su kiosco, abrió el candado, levantó los postigos y comenzó a desplegar revistas con fotos de jugadores de fútbol o de mujeres con grandes senos desnudos y una escoliosis que daba una forma más interesante a las nalgas. Aún era temprano y los diarios no habían llegado. El kiosco de madera, latón y vidrio tenía poco más de un metro cuadrado, suelo de tierra y escasa luz en su interior. Doña Lucía se encontraba con toda una jornada por delante y pensaba, con entusiasmo, que cuando tuviera electricidad podría poner un calentador y un anafre que le cambiarían su vida. ¡Adiós inviernos! ¡Ya no tendría que envolverse en mantas ni atender con guantes para que no se le agarrotaran los dedos! Se le ocurrió que además podría escuchar la radio o incluso ver las telenovelas de después de almuerzo sin necesidad de abandonar el kiosco. Qué bonito se vería su local iluminado, se convertiría en un lugar de encuentro, casi como la teleserie que había visto en la televisión. “No invitaré a Raúl por no haberme hecho el trabajo”, se dijo, pero después cambió de opinión: “es tan bueno”. Raúl era el único hombre que al enviudar le había ayudado a sobrevivir sin intentar aprovecharse de sus hijas, una de nueve y otra de diez años, ni de ella, que mantenía buena figura y representaba menos edad que la real.
El kiosco era la única fuente de ingresos de doña Lucía, pero en un barrio tan pobre las ventas apenas le alcanzaba para la olla. Además, desde que su marido había muerto, su situación había empeorado. Vivía, a pocas manzanas de allí, en un departamento SERVIU de dos dormitorios y tabiques delgados en el que había tenido que ofrencer una habitación en arriendo, lo que la obligó a trasladar su cama al comedor. Doña Lucía se decía, a diario, que en uno o dos años más, cuando sus hijas se convirtiesen en mujeres, ningún extraño podría dormir en la casa. ¿Qué haría entonces para vivir?
Sobre las ocho llegó una camioneta, descargó los diarios del día y comenzaron a aparecer los compradores, que no eran muchos, más algunos colegiales en busca de caramelos. Los que mejor sabían leer en el barrio eran los niños y jóvenes que no habían abandonado la escuela, la mayoría de los adultos no había aprendido nunca o se les había olvidado: a casi nadie de los que vivían allí le habían pedido nunca leer en el trabajo, lo único que necesitaban era descifrar los números de las micros cuando iban al centro, aunque preguntando y con buena memoria era fácil identificar los signos aun sin leerlos; además, rara vez iban al centro.
Doña Lucía tuvo una mañana tranquila y agradable; la temperatura subió y no tardó mucho en sacarse uno de los dos suéteres que la hacían verse más gorda y más baja de lo que era realmente. Para matar el tiempo leía, pero se cansaba con los artículos de más de quince o veinte líneas. Se enteró de las noticias leyendo titulares, aunque más le interesaron los chistes y su horóscopo, optimista en amor, salud y trabajo. Como a la una de la tarde comenzó a sentir hambre, su estómago funcionaba como un reloj, pero tomar la decisión de cerrar no dependía de un cálculo matemático ni tampoco de la hora exacta, sino de su percepción de la calle y de los transeúntes, que doña Lucía conocía como la palma de su mano y que repetían sus hábitos siete veces a la semana. Además, el mediodía era uno de los momentos más importantes, entre doce y una o una y media doña Lucía vendía casi tanto como en el resto de la jornada. Cinco o diez minutos con el kiosco cerrado podían significarle pérdidas considerables, aunque tampoco le agradaba quedarse esperando inútilmente. Aguantó aún al ver que la calle se animaba de nuevo trayéndole los clientes que regresaban a sus casas para almorzar y los autos de los traficantes de donde, sin bajarse de él, alguien le pedía dos o tres revistas pornográficas, casi siempre las más caras.
Después, cuando los clientes comenzaron a ralear y pasaron diez o más minutos sin que nadie se acercara, decidió que era el momento de bajar los postigos y poner un cartel que decía: “Cerrado por almuerso”. El cartel lo había copiado de un almacén cercano y nadie reconoció nunca la falta de ortografía, reiterada en varios negocios del sector. No se preocupó por Javier, le conocía lo suficiente para saber que jamás aparecería antes de las cuatro o cinco de la tarde. Ya había dejado el kiosco cuando llegó un cliente desconocido que le pidió ansioso una revista. Doña Lucía no quiso abrirle a pesar de que la comisión que le dejaban las revistas era más alta que la de los diarios y le dijo que volviera después. Aunque sus recursos fuesen escasos, doña Lucía no pensaba sólo en el dinero; si se hubiese tratado de algún conocido o de alguien del barrio hubiese vuelto al kiosco. Pasó a comprar pan, algo de cebolla y subió a su departamento. Dio de comer a sus hijas, que acababan de llegar de la escuela y aplacaban el hambre con pan y superocho que no estaban autorizadas a sacar tan temprano. Se sentaron a la mesa, comieron, hablaron unos instantes y se levantaron. Doña Lucía lavó los platos y después se recostó en un sofá mientras veía una teleserie. Al principio le prestó atención, después, casi se quedó dormida, pero el ruido que hacían sus hijas se lo impidió.
No quería discusiones y rápidamente las envió a la calle para que hicieran todo el ruido que quisieran sin molestar a nadie o al menos sin que la molestaran a ella. Contentas, las dos bajaron atolondradas y fueron corriendo a buscar a una amiga, que no se hallaba en su casa. Defraudadas, dieron media vuelta, caminaron por la población sin encontrar nada que retuviese su interés y decidieron regresar al departamento. Se dirigían a él cuando pasaron frente al kiosco y vieron el cable sin conectar al poste, que todavía colgaba del kiosco. Lo levantaron y descubrieron que, aunque algo corto, podía servir para jugar, como una cuerda, para hacerla girar y saltar. Volvieron donde su amiga con la esperanza de que hubiese llegado; golpearon varias veces y no hubo respuesta. Entonces decidieron que eran demasiado mayores para ese juego de niñas y regresaron a casa, abandonando el cable en medio de la calle.
Doña Lucía salió de su semisueño, bostezó, miró la hora, apagó el televisor y miró por la ventana para saber dónde estaban sus hijas. Las vio cerca de la escalera, se tranquilizó y salió. Se las encontró peldaños abajo junto a paredes cubiertas de rayados, a los que tal vez habían contribuido con sus plumones, y les recomendó que por ningún motivo dejaran de hacer sus tareas: “nada de televisión hasta haber terminado”, insistió varias veces, y cada una continuó de inmediato su camino.
Doña Lucía fue hasta el kiosco tranquilamente. Al llegar abrió los postigos y atendió con amabilidad a los primeros clientes de la tarde, todos conocidos, que más venían a hacer sobremesa que a comprar: las diez o doce horas que ella le dedicaba al kiosco se hacían menos tediosas charlando con los vecinos.
A media tarde apareció don Félix. Había sido inquilino cuando la población era un predio agrícola y conocía a todos sus habitantes. Todavía mantenía, como otras personas del barrio, algo de la formalidad, costumbres y habla de los campesinos, nunca completamente absorbidos por la ciudad.
– Hola, doña Lucía –le dijo con su boca desdentada.
– Ah, don Felipe. ¿Cómo le va?
– Bien, bien para mis años. ¿Y cuándo se conecta al poste?
Entonces se acordó del cable: pensó que Raúl lo había dejado colgando del borne, pero no era así. Quizás alguien lo había robado.
– Dígame don Félix, usted que está en el exterior, ¿no ve un cable?
– Sólo veo los que del poste.
Doña Lucía insistió aun. Don Félix dio la vuelta a la casamata para asegurarse de que no estaba equivocado.
– Salga y compruébelo personalmente –dijo al volver al punto de partida.
Doña Lucía salió a mirar; don Félix tenía razón, no había nada. Pensó entonces, contenta, que tal vez Raúl había vuelto y que al no encontrarla se habría llevado el cable con la intención de colocarlo después. No era aquella una hora de muchos clientes y doña Lucía le rogó a don Félix que se hiciera cargo del kiosco mientras ella iba donde Raúl.
– Vuelvo en seguida –le aseguró a don Felipe.
Don Félix, algo intimidado, aceptó encargarse del kiosco. Doña Lucía golpeó insistentemente la puerta de Raúl.
– Ya voy, ya voy –dijo Javier en voz alta, que aún no terminaba de comer.
Al oírle, doña Lucía dejó de golpear.
– Por qué tanto ruido. ¿Se está cayendo el mundo? –la saludó él.
– No estoy para bromas. ¿Hai visto a Raúl?
– No.
– ¿Y el cable?
– Tampoco.
– ¿Seguro?
– Seguro.
– Entonces desapareció, no está.
– Qué mala cueva –dijo Javier desentendiéndose del problema.
– ¿Y qué voy a hacer?
– Pregúntele a Raúl cuando llegue. Ahora, doña Lucía, o entra y hablamos al interior o se queda afuera y cortamos la conversación. Quiero terminar de almorzar.
– Sigue, sigue comiendo, que ya me voy.
Decepcionada y convencida de que le hubieran robado, doña Lucía regresó sin ocurrírsele mirar a pocos metros del kiosco, donde el cable yacía en el suelo, cubierto de polvo.
– Mala suerte, me lo robaron –le dijo a don Félix, al llegar a la casamata.
Don Félix respondió que lo sentía y poco después la dejó. Antes de que llegara un nuevo cliente, doña Lucía pensó que no tenía más remedio que esperar a que alguno de los vecinos le trajera un trozo similar al que había perdido. “Todo por la mala voluntad de Raúl”, se dijo, pero poco después, como siempre que se enojaba con él, se arrepintió y volvió a reconciliarse. Esperaría a que regresara y le contaría lo sucedido, sin duda él sabría qué hacer.
A varios kilómetros de allí, Raúl terminó de cortar el pasto, arrancó las malezas, podó los árboles, revolvió la tierra, barrió las hojas, regó el jardín, cortó equivocadamente unas plantas, cobró y se despidió de los patrones. Sin embargo, no se fue de inmediato, acababan de contratar a una nueva empleada porque Marta, que ya no era joven, no daba a basto. Cecilia, la segunda empleada de los Cavaradossi, no tenía más de dieciocho años y no ocultaba sus simpatías por él, ni él por ella. Era la tercera vez que se veían, habían almorzado juntos en la cocina y, a escondidas, en el patio trasero, ese día se besaron por primera vez. Raúl quiso hacerle el amor, pero a ella le dio miedo que la descubriera Marta y todo se acabó cuando escucharon ruidos. Cecilia, que venía del campo, no tenía autorización para que un hombre entrara a su habitación, por lo que se dieron cita para el primer domingo. Raúl se subió a la bicicleta y se fue. Era sobre las seis de la tarde y se sentía alegre.
La ciudad tenía una ligera pendiente, volver era más fácil que ir y Raúl pedaleaba a considerable velocidad. Sin embargo, el trayecto era más desagradable que por la mañana: el tráfico era mucho más intenso, los conductores volvían cansados, iban de prisa, se ponían agresivos y aplastaban todavía más contra la solera a los ciclistas.
No hacía más de diez minutos que había salido cuando se pinchó la rueda delantera. Continuó pedaleando, pero pronto tuvo que detenerse: el neumático se desinflaba rápidamente y la bicicleta se volvía pesada e incontrolable. Tenía un destornillador y una llave que le hubieran permitido desmontar la rueda, pero no tenía pegamento ni un trozo de caucho con qué reparar el agujero. Había talleres que tal vez tuvieran repuestos para bicicletas, pero ya era tarde y se encontraban cerrados. En cuanto a las gasolineras, no había ninguna en la ruta: no tenía más remedio que bajarse, empujar la bicicleta por el volante y tener cuidado de que la cámara desinflada no se mordiera contra la llanta. Se sintió molesto, aunque no desesperado: en su casa repararía el pinchazo y a la mañana siguiente ya no tendría problemas. Pero aún tenía que caminar y el trayecto, que hubiese recorrido en treinta o cuarenta minutos, se convirtió en una marcha de casi tres horas. No había nada más desagradable que volver a casa de noche con la sensación de haber pasado el día entero trabajando.
Con la esperanza de ver a Raúl, doña Lucía tardó más que de costumbre en cerrar el kiosco, incluso aguardó a que oscureciera, pero finalmente se cansó de esperarlo, entró las revistas, bajó los postigos, cerró el candado y subió a su departamento. Como siempre encontró a sus hijas mirando televisión y se enojó: las tareas permanecían sin hacer, ni siquiera las habían comenzado. Hizo la comida y cuando terminaron las obligó a por lo menos echar un vistazo a los cuadernos, después las mandó a la cama y se puso a ver televisión. Se levantaba todos los días a las siete y por la tarde le daba sueño temprano, en especial cuando no dormía la siesta. Por eso, poco después de irse al living y acostarse, se durmió profundamente: debe de haber sido sobre las diez de la noche.
A la misma hora Raúl, cerca ya del barrio, siguió camino por una calle de tierra. Los pocos faroles que se levantaban a los costados eran débiles o no funcionaban. Había quienes tiraban piedras hasta romperlos o lanzaban cadenas para provocar cortocircuitos en el tendido. La iluminación era tan mala que baches o piedras tenían el mismo aspecto y era imposible no dar pequeños tropiezos. Entonces comenzó a sentir el cansancio y a desear más que nunca llegar a casa. Pasó frente al kiosco de doña Lucía, pero estaba a oscuras, era demasiado tarde y no había esperanzas de encontrarla allí: al día siguiente la iría a ver sin falta y aprovecharía de contarle lo de Cecilia. Poco antes de llegar a su casa se dio cuenta de que dos hombres, a unos pocos metros, murmuraban y lo miraban. Uno de ellos se le acercó y le preguntó en tono nervioso:
– ¿Longi, tenís fósforos?
– No, no fumo.
En el mismo instante que respondía, apareció el segundo de los hombres, quien, con un cuchillo en la mano, le dijo imperativamente:
– ¡Suelta la bicicleta, te vamo’ a matar!
Estaba oscuro y Raúl apenas distinguía su cara, pero reconoció al nuevo inquilino de doña Lucía. El otro agregó:
– Obedece, más te vale…
Raúl, en vez de escapar, se aferró al volante aun más fuerte, como si quisiera defenderse asiendo la bicicleta.
– Suéltala.
– Ni cagando, es mía –dijo Raúl con determinación y sin medir el peligro.
Comenzó entonces, más que una pelea, un forcejeo en el que la penumbra impedía distinguir quién era quién, pero Raúl, por su oficio, tenía brazos y espaldas musculosos que no resultaba fácil doblegar a dos muchachos desempleados, mal alimentados y debilitados por la pasta base. El que iba armado usaba el cuchillo por primera vez y, entre forcejeo y forcejeo, hirió a Raúl, pero éste le torció los dedos, se los quebró y la hoja calló al suelo. El joven jardinero, de una patada, la alejó a más de diez metros, donde se perdió en la oscuridad.
Raúl se sintió a salvo. Los jóvenes, por su parte, cada vez tenían más miedo de que apareciera alguien y tuvieran que abandonar a víctima y botín, que minutos antes tan fácilmente habían creído obtener. Luchadores inhábiles y aprendices en el crimen, no atinaban ni a huir ni a imponerse y con la rabia ya ni siquiera sabían si estaban más interesados en robarle que en matarlo. De pronto, con el forcejeo, el menos joven de los criminales cayó ensuciándose el rostro con polvo, lo que le hizo perder el control: nunca había sentido tanta rabia y tanto odio.
Buscó el cuchillo, pero no lo encontró. Un segundo después vio un cable en el suelo y de inmediato comprendió cómo utilizarlo. Lo recogió y esperó a que Raúl estuviese en una posición favorable en medio de la pelea con su cómplice, al que comenzaba a herir con la tijera de cortar pasto. Entonces el ladrón tomó cada extremo del cable dándole una vuelta en los puños para que no se deslizase y lo pasó de prisa sobre la cabeza de Raúl. Cuando estaba a la altura de la garganta, tiró hacia atrás con todas sus fuerzas, haciéndole un medio nudo en la nuca, de modo que el cable se sujetase por sí sólo. Raúl sintió un dolor extremadamente fuerte en el cuello, como si le rompiesen la tráquea. Estaba a oscuras, pero de reojo pudo distinguir el alambre que había abandonado en el kiosco por la mañana. No murió ahogado, sino por seccionamiento de las venas.
Poco después el inquilino de doña Lucía entraba agitado en el departamento. Ella apenas lo oyó, pero se sintió más tranquila sabiendo que en ese barrio tan inseguro al menos había un hombre en casa.
"The Power of Prose"
|
|