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When I was no more than a boy, my father took me to one side and said
“If you ever grow sea legs, I’ll cut off one of them.”
As he towered above me, his booming voice filled me with fear.
My father did all that he could to find work for me on the mainland, instilling in me the same hatred that he, his brothers, and his family before him, all of them forced to be fishermen as the fields were barren, had felt towards the sea. As we sat around the fire, he invoked only the storms, the deaths by drowning, the aching bones, and the frozen hands that searched desperately for a few scraps to eat.
Fate ensured that I was not to work either on the ocean or the land, when a new law was passed, decreeing compulsory schooling for all children, free of charge. Some months later, the very day that I was due to embark for the first time to scour the high seas for sustenance, a policeman hauled me off the boat and took me to the school. Neither of my parents had received any formal education and, as I was led away, my father kept his own gloomy counsel while my mother could scarcely contain her sobbing, but both were nonetheless relieved that I would surely escape from the cruel fetters of the sea. All of a sudden, I felt like an outsider in the bay, the only child taken away, while the others, with their parents’ connivance, had gone into hiding as soon as the policeman had appeared.
I didn’t pay much attention to what any of my teachers said, but my father hit me hard to drill me in reading and arithmetic. Waxing furious, he unleashed the very armoury of threats he had deployed to keep me landlocked.
“Watch out or I’ll break every bone in your body,” he bellowed one day, when I had forgotten to do my homework.
I spent the next two or three years absorbed in my own world. As one schoolmaster after another held forth, I told myself that these were matters that pertained to the capital or the port, but not to the isolated bay that I had never left. At an age at which other children in the settlement were shown by their parents how to steer boats, and had mastered the finer points of sailing, I had become proficient in reading, but felt dizzy as soon as I left port.
After my father died, my mother and my uncles decided that it was time for me to leave school and, by learning a trade, pay for my own keep. One day the sexton at the church said that he wanted to see me. All the paraphernalia of faith filled me with dread and I tried to run away, but my pious mother dragged me to the interview, and a few days later accompanied me to the garden path where, breaking down in tears, she lifted me onto the wagon that serviced the bay.
“Giddy up,” the coachman said as the horses trotted off.
Without having any idea where I was being taken, I looked back at my mother, receding ever further from view. I started to cry, but in no time, crossing a hill, we left the bay behind, and I began to enjoy a landscape different from any that I had ever known. I must have been ten or eleven when I entered the religious school, where I learnt saddlery, only seeing my family during summer vacations. I have no other memories of that time, all of them lost irretrievably in a dense mist, until the day I was told.
“Now you are ready to go to the Naval School.”
Recuerdo que era niño, muy niño, cuando me llamó mi padre y me dijo:
- ¡Si te embarcas te corto una pierna!
Su voz era clara y grave, y yo, que no le llegaba a la cintura, tuve miedo.
Luchó para conseguirme un puesto en tierra y para trasmitirme el odio que le tenía él al mar, el mismo que le tenían al océano sus hermanos y toda su familia, pescadores porque en los campos ya no había qué comer. Me prohibió navegar y, cuando hablaba de pesca, sólo contaba tormentas, ahogos, granizos, huesos adoloridos y manos congeladas por un oficio que apenas permitía subsistir. Muchas veces, cuando la familia se reunía en torno al fogón, le oía repetir las más terribles amenazas.
No, no fui pescador ni tampoco campesino. Se produjo un hecho que vino en ayuda de mi padre, aunque jamás sabré si en la mía. El gobierno dictó una ley: enseñanza gratuita y obligatoria para todos. Meses después, el mismo día que me iba a embarcar por primera vez para contribuir a alimentar a mi familia, vino un policía, me sacó a tirones de un bote y me llevó a la escuela. Mi padre guardó un silencio severo y mi madre lloraba, pero comprendieron que por primera vez alguien en la familia escaparía al destino del mar, es decir al del hambre. Ni mi padre ni mi madre sabían lo que era la escuela, nunca se habían sentado en un pupitre. Me sentía extraño. Era el único de los niños de la bahía que había dejado la pesca; los demás, con la complicidad de sus padres, se habían escondido en cuanto aparecieron los policías.
No sé lo que me enseñó la escuela, sólo sé que mi padre me azotaba para que aprendiera a leer, a sumar y a restar. A veces, cuando se enfurecía, volvía esgrimir las amenazas de antaño, no para impedir embarques, sino para que estudiara:
- Cuidado, soy capaz de romperte los huesos -dijo una vez que olvidé hacer las tareas.
Pasé esos años, dos o tres, sin comprender con qué finalidad debía oír al maestro; en mi medio no conocíamos a nadie que hubiera ido a la escuela y me sirviera de ejemplo. Esas eran cosas de la capital o del puerto y yo nunca había salido de una bahía lejana y perdida. A una edad en que los jóvenes dominaban redes, cabos y embarcaciones, a una edad en que ya se sentaban al caño y gobernaban las naves bajo la mirada de sus padres, había aprendido a leer, pero me mareaba de sólo subir a un velero.
Mi padre murió. Mis tíos hablaron con mi madre y tomaron la decisión por mí: no podía seguir en la escuela, tenía que aprender un oficio y ganar sin demora mi propio sustento. Un día el sacristán me mandó llamar. Las sotanas y las iglesias me daban miedo. Traté de huir, pero fue inútil. Mi madre, que no había faltado en toda su vida a una misa, me agarró de un brazo y me llevó a la iglesia. Algo se dijeron que no recuerdo. A los pocos días me sacó al camino, me dio un abrazo de despedida, echó unos cuantos lagrimones, me besó y me encaramó en la carreta que periódicamente pasaba por la bahía. Un hombre me sujetó desde arriba, ella me volvió a besar y partí.
- ¡Arre! -dijo el conductor a los caballos, que salieron al trote.
Desde mi asiento, sin comprender a dónde me llevaban, me quedé mirando fijo a mi madre, haciéndose cada vez más pequeña. Me puse a llorar, pero pronto atravesamos una colina, dejamos atrás la bahía y me entretuve con un paisaje por completo distinto del que conocía y que contemplaba por primera vez. Debía tener diez u once años, no estoy seguro, jamás he tenido certificado de nacimiento. Me instalaron en un internado religioso donde aprendí algo de talabartería y desde entonces sólo vi a mi familia durante el verano. De esa época no tengo otros recuerdos, todos se borran hasta un día en que me separaron de mis compañeros:
- Pareces listo, irás a la escuela del mar --dijeron.
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"The Power of Prose"
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