La guerra, hecha huracán, pasó por las aldeas polacas destruyendo las rutinas de los siglos y el sosiego que imponen las montañas. Todos huyeron, los condenados por el invasor a una muerte infame y segura y también los hombres y mujeres de vida apacible que sólo conocían el perfume y la paz de los campos. Todos huyeron.
Desoladas, sin luces, sin los ruidos de la gente, tras esa huída las casas parecían esqueletos. Sólo el viento se movía en las calles, golpeando ventanas y puertas cerradas, como si vanamente buscara sus viejas compañías.
Tiempo después, cuando la guerra se ensañó en las ciudades y desdeñó las aldeas vacías, ya inútiles a la estrategia del invasor, hombres y mujeres de aspecto feroz bajaron de sus chozas en la montaña y ocuparon las casas vacías.
Y pasados los años de sangre y de miedo, cuando la guerra acabó también en las ciudades, los paisanos, que volvían dichosos a sus aldeas pretendiendo recobrar los antiguos hogares y, en ellos, los recuerdos perdidos y la vida de antes, sólo hallaron detrás de las ventanas y las puertas apenas entreabiertas los ojos furiosos de los montañeses y amenazas capaces de ahuyentarlos.
Los que se atrevieron a insistir padecieron la ira mortal de esa gente insensible y feroz, ajena al diálogo.
Un mediodía de sol, Sarah viajó a su aldea. Con un inquieto golpeteo en el pecho recorrió las calles necesarias hasta llegar a la casa en la que había pasado, con sus padres y abuelos, los años dichosos de la infancia que, después, en la penumbra del exilio, volvían cada tarde como un olor humilde a sopa y pan tostado en la evocada dulzura de la tierra.
Supuso que el sol y esa hora inocente, tan ajena a las sospechas que propician las sombras de la noche, le abrirían las puertas de la casa. Sólo pretendía visitarla, estar allí un instante, respirar el particular aroma de las habitaciones que creía recordar, ver nuevamente los ámbitos queridos para volver a ser, por un momento, la adolescente despreocupada y dichosa que había sido, en el abrigo y la protección de la familia, los años anteriores a la guerra.
Ante la figura maciza de mujer que apareció en el umbral y los ojos severos que la observaban con recelo, Sarah sonrió del modo más simple y, cuidando que su voz resultara apacible, sin énfasis, sencilla, dijo:
- Disculpe esta molestia, señora, me llamo Sarah, querría hablar un momento con usted y su familia, si me permite entrar. ..
- Entrar no. Diga ahí qué quiere- contestó una voz dura, habituada tal vez al rigor y a los gritos.
Turbada, sin decir que ella había vivido en esa casa y en ella estaban los recuerdos de su vida y su familia, Sarah buscó las palabras que más convenían, pero sólo pudo repetir:
Si usted me permite pasar, para que podamos hablar… sería apenas un momento, señora… - Y alzando los brazos, agregó: - Vea, no tengo nada que pueda molestarles….
Pero su insistencia enojó a la otra mujer. Enérgica, casi en amenaza, ordenó:
-Ya dije, entrar no. Hable y váyase.
Sara, sin evitar el gesto que la ansiedad y los recuerdos le imponían, trató entonces de explicar: - Yo vivía en esta casa con mis padres y mis abuelos antes de la guerra….
Un violento portazo la interrumpió.
Sarah regresó a esa casa unas horas más tarde. La puerta se abrió para dejar ante ella la figura de un hombre corpulento, de sienes hundidas en un matorral de pelo oscuro, boca severa y ojos que parecían afiebrados.
Cuando Sarah sonrió para empezar sus frases, el hombre alzó ante ella una mano amenazante. Pero la mano se detuvo en el aire cuando la voz de Sarah, suave, casi un susurro, se apuró a decir:
Esta casa era mía, pero no vengo a pedirles que me la devuelvan, sólo quiero entrar un momento, visitarla, estar un ratito en el que era mi cuarto, recordar…
Su amabilidad fue en vano. Y ahora, la respuesta del hombre parecía otro idioma, tan oscura y áspera su voz:
Entrar no. Váyase.
Sarah, ya con más desconsuelo que confianza, intentó todavía convencer al hombre, y su voz fue entonces un susurro, un ruego:
Yo vivía aquí con mi familia, sólo quiero entrar un momento para recordar a mis padres y a mis abuelos y después, en seguida, me voy-. Y conteniendo el llanto, rogó: - Compréndame por favor…
Pero el hombre repitió la orden:
Váyase.
De inmediato, el estallido del portazo le hizo saber a Sarah que ese hombre jamás permitiría su visita.
Sarah alquiló un cuarto en una casa vecina. Desde un pequeño balcón podía contemplar las ventanas del comedor y el dormitorio de su infancia. Ante esas imágenes lloró recordando a sus padres y abuelos y la dicha inocente de aquel tiempo.
Y en la noche sin sueño que siguió, al llanto sucedieron las ideas: no podía abandonar a la impiedad de esos salvajes los ámbitos delicados y sensibles en los que, de algún modo, persistían su pasado y su familia. Sería abdicar de los recuerdos. Y esta idea pronto fue una decisión.
El papel que, la mañana siguiente, deslizó bajo la puerta de la casa vecina decía: “Déjenme entrar y buscaremos juntos las monedas de oro de mi abuelo. Volveré al mediodía”.
Al mediodía, cuando regresó, el hombre y la mujer la esperaban en la puerta. Con gestos huraños, aunque ahora también con urgencia, casi exigiendo, preguntaron:
-¿Qué monedas?
Sarah, como si dudara, demoró en responder. Después dijo:
- Mi abuelo era Simón, muy conocido en esta zona. Ustedes habrán oído hablar de él.. ..
No hubo cambios en las miradas hostiles y los gestos intensos de avidez.
Sarah, entonces, afirmó:
- Era usurero, juntaba monedas de oro.
- ¿Oro? – repitió el hombre. Y sus ojos brillaron.
- Sí, oro. Muchas monedas y están en esta casa. Mi abuelo las escondió cuando tuvimos que huir.
- Diga donde están - exigió el hombre.
- No sé. Déjenme pasar y buscamos juntos – insistió Sarah.
-Pasar no. Diga dónde están, nosotros buscamos, después le damos varias monedas.
La discusión se prolongó. Finalmente, Sarah, empleando el tono de quien confiesa o se rinde, dijo:
- Yo no sé dónde están esas monedas, pueden estar bajo el piso, dentro de una pared o en el techo, no sé, mi abuelo no me lo dijo, él se quedó solo en la casa para esconderlas y fue el último en salir cuando huimos. Pero sé que las monedas de oro están aquí, en esta casa, bien escondidas
Después, con voz de pena, Sarah agregó:
Mi abuelo murió pobre, en el exilio, lamentando el tesoro que había dejado escondido en esta casa por la guerra….
Los montañeses no prestaron atención a estas frases de congoja y en ese instante parecían niños urgidos y dichosos.
Sarah insistió: -Déjenme pasar y buscamos juntos.- Y en seguida agregó, en un tono que pretendió sentimental: - Yo sé que mi abuelo me va a ayudar desde el cielo y me va hacer encontrar esas monedas y…
Fue interrumpida: -Váyase- ordenó el hombre en el momento de cerrar la puerta.
Desde el umbral, Sarah oyó las exclamaciones y voces de entusiasmo que gritaba esa gente en su lengua confusa de palabras imprecisas y oscuras, y luego los oyó correr hacia el fondo de la casa a buscar, pensó Sarah, un martillo, un pico u otras herramientas igualmente eficaces en tareas de destrucción.
Y esa noche y los días que siguieron, Sarah, desde su cuarto, escuchó con dolor pero también con alivio, el prolongado gemido de los tablones arrancados del piso y golpes de martillos en las maderas y ladrillos, a los que sucedían, como cascadas de antigua ternura, viejos adornos y recuerdos hechos polvo para siempre
Cuando se produjeron las primeras aberturas en las paredes y en el techo y a través de ellas se vieron los rostros desesperados y enfáticos de los montañeses que golpeaban con manos de rabia, destruyendo todo, Sarah dedicó al humilde abuelo campesino una oración o un pensamiento que pretendió ser un reencuentro.
Luego, melancólicamente, sabiendo que ya nada quedaría allí vinculado a sus recuerdos, dejó la aldea para siempre.
Read Peter Robertson's translation of Gustavo Bossert's story, "HOTEL"
Read Peter Robertson's translation of Gustavo Bossert's story, "The Altar"
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