La voz que clama en el desierto fue premiada en el VII CONCURSO
OFICIAL DE BUENOS AIRES DE CUENTO ‘HAROLDO CONTI’ en
marzo de 2014
Éstos no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a
vosotros mismos? Fray Antonio de Montesinos. 21 de diciembre de 1511
Si tuviera que hacerlo de nuevo en este momento, lo volvería a hacer. Volvería a hacerlo
una y otra vez. No me arrepiento de nada de lo que dije aquella tarde.
Hoy, 27 de junio de 1540, estoy viejo y solo. Sesenta y cinco años tengo. Y estoy lejos… Ahora vivo en Cumaná, Provincia de Venezuela, una región ubicada al noreste de Tierra Firme o, como la llaman ahora, ‘América del Sur’.
Soy Antonio de Montesinos, un fraile dominico que llegó a La Española1 en 1510 en representación de la primera comunidad de dominicos del Nuevo Mundo2. Los dominicos éramos una pequeña orden católica, inspirada en las ideas de Tomás de Aquino, que adheríamos al llamado de la Iglesia a conquistar almas en el Nuevo Mundo para nuestra fe.
En septiembre de aquel año, llegué a Santo Domingo junto a los padres Pedro de Córdoba, Domingo de Villamayor y Bernardo de Santo Domingo. Poco tiempo después llegaron otros frailes de nuestra orden hasta que alcanzamos los quince.
Diecinueve años después, en 1529, me enviaron acá como vicario de los dominicos. Ya pasaron once años desde que estoy viviendo en Venezuela. Sin embargo nunca me olvido de aquel domingo de 1511 en Santo Domingo…
La Española fue la primera isla ocupada por Cristóbal Colón y los conquistadores, tras el “descubrimiento” de las Indias en 1492. Al norte de esa isla, Colón fundó la primera ciudad del Nuevo Mundo, La Isabela, en 1494. Dos años después, la ciudad fue trasladada por su hermano Bartolomé hacia el sur donde fundó Santo Domingo. Con el pasar de los años, La Española fue creciendo y durante la gobernación de Nicolás de Ovando, entre 1502 y 1509, se fundaron varias villas, obra continuada por su sucesor, Diego Colón3.
Durante catorce años, La Española fue la única isla ocupada por los españoles en todo el Nuevo Mundo. Fue recién en 1508 que Juan Ponce de León, gobernador de Villagüey4, emprendió la conquista de la vecina isla Borinquen5 a la que llamó “Puerto Rico” y donde fundó la ciudad de San Juan. En 1509 Juan de Esquivel conquistó Jamaica y, en 1510, Alonso de Ojeda emprendió la conquista del primer territorio continental: el Darién [actuales Colombia y Panamá]. Finalmente, unos meses después de que arribáramos a La Española, Diego Velázquez comenzaba la conquista de la isla de Cuba. Para 1511 los españoles ya habían ocupado cuatro islas del Caribe (La Española, Puerto Rico, Jamaica y Cuba) y un territorio continental (Darién).
Poco después de haber llegado a esa isla, empecé a comprender de qué se trataba aquella ‘conquista’. Nos alcanzaron unos meses para entender que lo que nuestros compatriotas llamaban ‘conquista’ no era sino un conjunto de salvajes matanzas, martirios y vejaciones contra los nativos de esas tierras.
Sin embargo… parecía que para entonces éramos los únicos que veíamos lo que pasaba a nuestro alrededor… ¡Criaturas arrancadas de las mamas de sus madres para ser arrojadas contra las rocas! ¡Mujeres ejecutadas a espadazos con sus hijos en brazos! ¡Indios con sus manos mutiladas por haber realizado mal un trabajo! ¡Hombres quemados vivos en horcas, de trece en trece, “en honor al Redentor y sus doce apóstoles”! ¡Qué blasfemia!
Primero fue en La Española: Maguá, Marién, Maguana, Xaraguá, Higüey, los cinco reinos de aquella isla destruidos para siempre. Y sus caciques, muertos en la horca. Y a los que sobrevivían, por supuesto, les esperaba lo peor: los forzaban a trabajar en condiciones inhumanas para extraer el oro que iba a parar directo a las arcas del rey de España…
Pero estos hombres no se saciaron en La Española… Ponce de León repitió la masacre en la vecina isla de Puerto Rico y Juan de Esquivel en Jamaica. ¡De seiscientas mil almas que había en esas dos islas menos de doscientas quedaron con vida!
El silencio que reinaba allí hasta entonces era el mejor aliado que podía tener la masacre… ¡La complicidad!
Como fraile –pero, sobre todo, como ser humano- sentía una gran impotencia al contemplar estos hechos. ¡Quería denunciarlos ante el Rey y el Sumo Pontífice!
Pero… ¿qué podía hacer yo para salvar a esas miles y miles de almas inocentes? En La Española, en Puerto Rico, en Jamaica y en la nueva Cuba eran ellos, los conquistadores, quienes detentaban el poder. Y todos respondían a ellos. Nosotros habíamos llegado a esa isla hacía poco más de un año y éramos quince padres dominicos sin más poder que el de dar misa y asistir espiritualmente a los pobladores. Si ellos querían, simplemente, nos mandaban de regreso a España…
A un año de haber arribado a Santo Domingo, mi indignación era incontenible. Tenía que hacer algo. No podía quedarme de brazos cruzados. Fue entonces que se me presentó aquella oportunidad inmejorable…
El episodio al que me refiero tuvo lugar el domingo 21 de diciembre de 1511 en Santo Domingo. Era una tarde muy fresca que pregonaba la agonía del otoño y la inminente llegada del invierno.
Ese día me tocó oficiar la misa de los sermones en la iglesia de Santo Domingo. Era el cuarto domingo de Adviento. El Adviento es el primer período del año litúrgico cristiano6, un momento de preparación espiritual para la celebración del nacimiento de Cristo. El cuarto domingo de Adviento, el anterior a la Navidad, se lee el pasaje del Evangelio de San Juan 1:23 donde dice: “Yo soy la voz de Cristo que clama en el desierto”. Es un día de recogimiento en el que los cristianos debemos purificar nuestra conciencia de toda mancha y liberarnos de nuestros pecados.
Aquel domingo, cuando me levanté, sabía que no sería un domingo cualquiera. No tenía hambre. No desayuné ni almorcé. Hasta el momento de la misa sólo pensaba en el sermón programado para las tres de la tarde.
Llegué a la parroquia unos minutos tarde. La capilla de Santo Domingi estaba ubicada justo enfrente a la plaza principal de la ciudad. Un enorme portón de roble en la entrada, dos torres a los costados y una campana de bronce a lo alto, constituían la fachada del edificio.
Por dentro, un pasillo engalanado con una larga alfombra roja separaba dos columnas de asientos ocupados, a la derecha por los nobles y, a la izquierda, por el resto de los españoles y los primeros niños criollos. Cada columna se perfilaba en seis filas de asientos. Enfrente a éstos, y separado por una grada de tres escalones, se levantaba el púlpito.
En la capilla ya estaban presentes, en primera fila, Diego Colón (gobernador de La Española), Diego Velázquez de Cuéllar (flamante conquistador de Cuba) y su colaborador Hernán Cortés7, Juan Manuel Ponce de León (conquistador de Puerto Rico), Juan de Esquivel (conquistador de Jamaica) y Francisco Pizarro8 (conquistador del Darién). Mi amigo -y más tarde, discípulo- Bartolomé De Las Casas esperaba sentado en la segunda fila junto a los padres Córdoba y Domingo de Villamayor.
Ya era el momento de pronunciar mi sermón. Entré sigilosamente a la capilla, saludé con una breve reverencia a todos los presentes y me subí al púlpito. Los asistentes me observaban expectantes.
Les iba a hablar a las autoridades del Nuevo Mundo, a los representantes directos de Su Majestad el Rey de España. ¿Quién? Yo… un humilde fraile, recientemente llegado a esas islas y miembro de una orden minoritaria…
Sin embargo esa tarde era yo -y ningún otro- la voz de Cristo en esas islas. De modo que levanté la mirada, tomé coraje y miré a los ojos a Diego Colón, a Diego Velázquez, a Francisco Pizarro, a Juan Ponce de León, a Hernán Cortés. Esos que miraba eran los responsables de los más terribles crímenes que un hombre haya cometido contra otro en la tierra. Pude ver el Mal en sus ojos. Mi alma ardió de ira y pasión. Estaba indignado y los tenía a todos ahí sentados, a escasos metros de distancia, esperando oírme… Ellos no sabían de qué trataría el sermón.
¿Me arriesgaría a perder todo? ¿A ser expulsado de la isla? ¿A pasar el resto de mi vida en un calabozo? ¡No me importaba nada! Estaba allí en representación de mi comunidad para defender a miles de almas inocentes. Esas vidas valían más que mi libertad.
Interrumpiendo algunos murmullos del público, levanté la voz:
- Para daros a conocer estas verdades me he subido aquí… Yo, que soy la voz de Cristo que clama en el desierto de esta isla. Y por lo tanto conviene que con atención, no con cualquiera sino con todo vuestro corazón y todos vuestros sentidos, la oigáis...
La sala enmudeció. Sólo una tos seca interrumpió por décimas de segundo el silencio que, a partir de ese momento, reinó allí.
- …Esta voz os será la más nueva, la más áspera y la más dura, la más espantable y peligrosa que jamás hayáis oído…
- …Esta voz os dice que todos estáis en pecado mortal, que en él vivís y morís por la crueldad y la tiranía que usáis contra las inocentes gentes de esta tierra… - algunos murmullos de sorpresa comenzaron a oírse entre el público.
- ¡Decid! –irrumpí- ¿¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios…?? – el auditorio quedó helado ante mis gritos. No entendían nada: nunca nadie los había acusado por ninguno de sus crímenes–.
- ¿¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras pacíficas y mansas donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumid??
- ¡Explicadme! ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades en que incurren, de los excesivos trabajos que les dais, y se os mueren o, por mejor decir, vosotros los matáis –los señalé– por sacar y adquirir oro cada día?
El gobernador Diego Colón, sobresaltado, estaba decidido a levantarse de su asiento e interrumpir el discurso pero apenas alcanzó a titubear y a proferir un chirrido sordo e ininteligible.
- … ¿¿Acaso éstos no son hombres?? –grité- ¿¿Acaso no tienen almas racionales?? ¿¿No estáis obligados a amarlos como a ustedes mismos?? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?
Juan Ponce de León, Juan de Esquivel y Diego Velázquez habían quedado completamente paralizados, mudos y pálidos por una mezcla de estupor y vergüenza. La sorpresa había invadido a todo el público que, por primera vez en dos décadas, estaba oyendo una voz de repudio contra sus encubiertos crímenes.
- Tened por cierto –concluí- que en el estado en que están sus almas no os podéis más salvar que los que carecen y no quieren la fe de Jesucristo.
El sermón terminó. La sala estalló en un bullicio enorme… Las voces se superponían unas con otras. Los espectadores se levantaron de sus asientos. Sus rostros mezclaban confusión, sorpresa y rubor.
- Retírese inmediatamente, padre –me aconsejó uno de los presentes que se acercó al púlpito- Por su seguridad…
Me retiré por la puerta trasera al estrado. Bartolomé De Las Casas ya me esperaba afuera: se había levantado unos minutos antes y había salido a la calle para asegurarse de que la carroza estuviera allí para el momento en que debiera retirarme del templo.
- Maestro, tu discurso fue conmovedor… - me dijo Bartolomé, mirándome a los ojos, quien poco después se convertiría a nuestra orden dominical y se volvería el principal defensor de los indios en el Nuevo Mundo.
Con total serenidad, subí al carruaje que emprendió la marcha de regreso a mi morada. Me fui sin miedo. Con la tranquilidad y la paz espiritual que podía tener un hombre después de hacer lo que su conciencia y su moral le mandaban. No le temía a nadie porque al único que le podía temer era a Dios y lo tenía de mi lado.
Hasta ahí llega mi memoria de aquella tarde de domingo. Esa misma semana enviados del gobernador Colón me exigieron que me desdijera públicamente de mis afirmaciones a cambio de conservar mi trabajo en Santo Domingo. No accedí. No negocio mi dignidad. Y no sólo no accedí: el siguiente domingo regresé a la capilla a dar el sermón por el quinto domingo de Adviento, previo al Año Nuevo, y en la misa repetí las acusaciones de la semana anterior y algunas nuevas.
Hubo protestas de autoridades y religiosos franciscanos. Me acusaban de conspirar y complotarme con los indios para frustrar la conquista. Las quejas llegaron a la Corte de Castilla y el rey Fernando exigió a los dominicos de España que me sancionaran a mí y a toda la orden dominical de La Española, advirtiéndonos que nos llevarían de vuelta a España. ¡Puras amenazas! Nunca nos hicieron nada… No se animaron. Sabían que mis palabras eran un simple reflejo de lo que ellos hacían: un espejo en el que no se querían mirar. Por eso prefirieron dejar el incidente en el olvido…
En 1512 viajé a Castilla. Fui a llevarle un informe al Rey sobre las atrocidades que estaban sucediendo en esas islas. Ese mismo año, y tras mi informe, el Rey dictó las “leyes de Burgos” u “Ordenanzas para el tratamiento de los indios” que declaraban a los indios ‘hombres libres’, obligaban a los conquistadores a darles un trato justo y “solamente” podían forzarlos a trabajar en condiciones ‘tolerables’ y con un salario justo. ¡Buena forma de lavar sus culpas! Por supuesto que nunca cumplieron ninguna de estas ordenanzas…
Un día, de regreso en Santo Domingo, me visitó Diego Colón y me dijo que no me metería preso, porque así lo mandaba su Majestad, pero que tenía prohibido hablar sobre la cuestión de los indios. Mi oficio debía limitarse a dar misa y no podía inmiscuirme en cuestiones políticas… ¿Cuestiones políticas? ¿Acaso la defensa de la vida de seres humanos era una cuestión política? ¿Rechazar la matanza y la tortura de personas no era, más bien, una cuestión moral y humana? Mi lucha por la protección de los indios no cesó. Continuó persistentemente durante las siguientes décadas en compañía de Bartolomé y del resto de los padres dominicos. Denuncias, sermones, cartas, viajes a Castilla, entrevistas con el rey… Poco fue lo que conseguimos.
Pero la historia de los crímenes en el Nuevo Mundo no terminó ahí. Pocos años después de aquel suceso vendría lo peor: la ocupación y destrucción del Imperio Azteca por Hernán Cortés entre 1519 y 1521, mal llamada ‘Conquista de México’, y la destrucción del Imperio Inca por Francisco Pizarro entre 1532 y 1533, entre otras “conquistas”. Mi amigo Bartolomé de Las Casas narra todas estas masacres en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, la más completa historia de la ‘conquista’ del Nuevo Mundo.
Yo fui testigo. Lo viví todo. Millones y millones de muertos. ¡Seres humanos muertos! Y los que no murieron, peor la pasaron: sufrieron y sufren cada día de su vida la humillación instaurada con el régimen de la encomienda, a la que someten a los indios, forzándolos a realizar trabajos inhumanos. Veinte de las veinticuatro horas del día deben trabajar en las minas del Potosí para sacar plata y oro que viajan, en toneladas, a Castilla para engrosar las arcas del Rey…
Me pregunto… ¿Qué clase de ‘conquista’ es ésta? ¿La conquista no debía ser espiritual? ¿No dijimos que veníamos a conquistar almas para nuestra fe, de manera pacífica? ¿Por qué unas onzas de oro valen más que millones de vidas humanas? ¿Por qué decimos ser los “descubridores” de América si América ya estaba descubierta desde mucho antes por sus habitantes originarios? ¿Por qué nos decimos “conquistadores” de América si todo lo que hicimos fue usurparla a los nativos para masacrarlos, torturarlos, humillarlos y forzarlos a trabajar las tierras despojándolos de
todas sus riquezas? Todo esto es la verdad. Y sin embargo, decirlo hoy en día es una infracción a la ley…
Hoy es 27 de junio de 1540. Ya pasaron varias décadas de conquista y casi todo el continente está ocupado por España. Tengo sesenta y cinco años y vivo en una pequeña estancia aquí, en Cumaná, Provincia de Venezuela, al noreste del Perú (donde los Pizarro levantan su Imperio) y al norte del Brasil (ocupado por los portugueses).
Estoy muy enfermo. Estoy viejo y solo. Me voy a morir pronto. El padre ya me ha dado la extremaunción. Sin embargo, aún conservo la lucidez. Y quiero decir una cosa. Una cosa más antes de morir…
Si hay algo de lo que estoy orgulloso es de ser español... Porque tal vez algún día se nos recuerde a Bartolomé De Las Casas, al padre Córdoba, al padre Villamayor y a todos los dominicos que vinimos, en soledad, al Nuevo Mundo... Y, entonces, ya nadie va a poder decir que los españoles que vinimos con la conquista fuimos todos asesinos, torturadores o cómplices…
Fray Antonio de Montesinos (Sevilla, 1475 – Venezuela, 27/6/1540)
1 La Española es la isla actualmente integrada por República Dominicana y Haití. Fue la primera que ocuparon los conquistadores.
2 El término “Nuevo Mundo” se usaba entonces para referirse a “América”.
3 Diego Colón, el hijo mayor de Cristóbal Colón, gobernó La Española entre 1509 y 1515.
4 Villagüey era la región más al este de La Española, es decir, el territorio de La Española más contiguo a Puerto Rico.
5 La Isla Borinquen (Puerto Rico) fue descubierta por Cristóbal Colón en su segundo viaje, en 1493.
6 Su duración suele ser de 22 a 28 días, dado que lo integran necesariamente los cuatro domingos más próximos a la festividad de la Natividad (celebración litúrgica de la Navidad) pero, en el caso de la Iglesia ortodoxa, el Adviento se extiende por 40 días, desde el 28 de noviembre hasta el 6 de enero.
7 Hernán Cortés, colaborador de Diego Velázquez de Cuéllar en la conquista de Cuba, sería luego conquistador del Imperio Azteca (1519-1521) y primer gobernador de Nueva España (México).
8 Francisco Pizarro, colaborador de Alonso de Ojeda en la conquista del Darién, sería luego el conquistador del Imperio Inca (1532-1533).
"The Power of Prose"
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