Hacia la mitad del concierto, algunos de los que están sentados en el palco principal, de cara al resto de los espectadores y por encima de la orquesta, perciben un alboroto en el centro del salón. Los asientos en este palco miran hacia el lugar del director, que en los últimos minutos ha estado inclinándose en el estrado agitando al grupo de chelos con una mano mientras que con la otra hace que se levante el sonido de las trompas inseguras más y más alto hasta llegar a un lugar arriesgado, por sobre los demás instrumentos. Detrás de él, todo el auditorio despliega, como un caparazón, los niveles empinados y más planos, cubículos y salientes prolijamente abarrotados de gente. El piso está inclinado, los palcos que se asoman tienen pocos asientos vacíos y el lugar presenta un aspecto parejo: un sombrío mosaico de marrones claros y grises salpicados de escarlata aquí y allá.
Por fin llegan las trompas. Pero un temblor en la interminable nota más aguda provoca una mueca momentánea en la boca del director, como si hubiera mordido algo agrio. Los músicos bajan las trompas y miran fijamente hacia adelante sin expresión alguna en el rostro. En otra ocasión, algunos ojos entre el público podrían haber observado las caras detenidamente en busca del hombre que hubiera producido la nota temblorosa, detectando un temblor que se correspondiera con los ojos de alguno de los músicos o una ligera distorsión en los labios. Pero no esta noche. Esta noche todas las miradas se dirigen a otro punto.
El alboroto viene de las plateas del medio. Allí abajo, un hombre se ha puesto de pie y está inclinado sobre la fila de adelante. Parece estar dirigiendo la orquesta por su cuenta. Él también agita, alienta. Él también anima a los músicos a subir el tono. Ahora un grupo de gente se ha puesto de pie y, justo cuando se liberan las trompas, este hombre que dirige desde la platea se las arregla para convencer al grupo de que levanten algo que está en la oscuridad entre los apretados asientos. Es un asunto complicado pero al fin emerge un hombre de la multitud y se lo puede ver, en posición horizontal, con sus largas piernas y sus hombros sostenidos por varias personas que han empezado a caminar lentamente bamboleándose con su carga a lo largo de la fila de asientos. Todos parecen ansiosos por sostener a esta delgada figura. Por lo menos tres personas sostienen cada pierna, y dos hombres y dos mujeres sostienen cada brazo. Una persona le lleva la cabeza apoyada entre sus manos. Otra se ocupa de los pies. Incluso los que están demasiado lejos para sostener alguna parte de su cuerpo sienten que es su deber extender aunque sea un dedo para tocarlo, como un objeto sagrado en plena procesión. El hombre se mueve, impulsado por estos toques reverentes, balanceándose un poco en los ansiosos brazos de los demás. Parece como si estuviera balanceándose al compás de los tambores. Porque desde que los músicos han bajado sus trompas, la música se ha vuelto más violenta en ritmo y volumen.
De pronto, sin aviso previo, la violenta música se detiene. Por un segundo, reina un silencio estremecedor. Luego el único violinista, que ha estado esperando pacientemente por algún tiempo mientras dejaba que las olas de sonido estallaran sobre su cabeza inclinada, comienza una serie de escalas, que ascienden lentamente, una atrás la otra, hasta llegar a una nota tan aguda que el silencio también puede oírse como un ligero susurro justo por encima de su cabeza. Este silencio y la gélida nota del solitario violín sorprenden a todos los que tienen sus ojos fijos en la escena de abajo. Ya no es más solo una escena representada flotando a media distancia. El silencio la ha acercado como si la coraza protectora que la recubría se hubiera roto de golpe. Ahora se escuchan sonidos distintos, sonidos comunes que en circunstancias normales resultarían horribles. Hay golpes sordos y pies que se arrastran, susurros y respiros, voces que discuten en voz baja. Evidentemente, lo que sucede allí empieza a prevalecer. Cada vez atrae más y más interés. Las cabezas giran y la gente que está en el palco principal alcanza a ver que, a cada lado, las caras redondas e inexpresivas viran repentinamente convirtiéndose en perfiles entusiastas y atentos. Se ven incluso cabezas que se asoman desde los afelpados primeros asientos de los palcos —cabezas plateadas y cuellos estirados de señoras mayores que han sido entrenadas toda la vida para no estirar el cuello y mirar—.
Pero hay una cabeza que, en contra de toda convención, no ha virado para nada después de la primera mirada hacia atrás. Es la del hombre sentado al final de la fila situada justo enfrente de donde han levantado al inválido. El resto de las personas de esa fila se han levantado, listas para ayudar. El hombre debe de tener la piel curtida y los nervios de acero. Los ojos de los demás, que podrían haber escudriñado a los trompetistas, estudian de cerca la cara del hombre para ver si va a ceder, si existe en él aunque sea el más mínimo destello de una conciencia intranquila. Pero no. ¿Qué clase de hombre es este? ¿Es acaso el tipo de hombre que puede ver a su madre pasando en una camilla y no apartar sus piernas del camino? Ni siquiera da vuelta la cabeza cuando la figura horizontal pasa justo detrás de su asiento. En ese momento, sin embargo, el hombre y la mujer que están sosteniendo un brazo lo sueltan de golpe, para apoyar mejor la espalda desfalleciente mientras lidian con la complicada curva en el pasillo central. El brazo cuelga, pesado, y le pega en la oreja al hombre que sigue en su asiento. Es un golpe admonitorio, como si desde su más profundo inconsciente, o quizás desde la muerte misma, el inválido estuviera al tanto de que todavía hay alguien que no está otorgándole la misma amable atención que el resto le presta.
Hay un ferviente anhelo de que la música recupere su fuerza y aplaste el disturbio antes de que esté fuera de control, pero no hay indicio de que ello vaya a suceder. El violinista aún está tocando sus frías escalas acompañado como desde el espacio exterior por las cañas y los vientos. El hombre, de alrededor de cincuenta años, es alto y extremadamente flaco, con un rostro huesudo y triangular, y el cabello gris claro peinado hacia atrás. La frente, despejada, da la sensación de estar expuesta de manera antinatural, como si el cráneo, y en especial los huesos de las sienes, hubieran resistido una presión continua de la música que hubiera aplastado la mayoría de los otros cráneos. Sus ojos hundidos hacen que parezca ciego cuando está tocando. Aunque resulte extraño, tiene mucho en común con el hombre al que transportan por el pasillo. Uno es delgado y vertical y tiene manos enormes, como una de esas estatuillas alargadas de las catedrales góticas —grotesca o magnífica, según cómo caiga la luz a través del vitral—. El otro está rígido, horizontal y gris como un cuerpo estirado sobre una tumba. El hombre postrado tiene su propia mirada absorta, aunque en su caso no está absorta en la música, ya que su desmayo ha destruido cualquier posibilidad de escuchar.
Estas dos figuras, la vertical y la horizontal, en su aterradora abstracción, su desconsideración absoluta hacia todo lo demás, parecen relacionadas de algún modo. Las dos tienen sus adeptos, aunque en ese momento la horizontal tiene más seguidores. El círculo fiel, cercano, que se ha congregado a su alrededor se ha asegurado de que ello suceda. Por fuera, los anillos de curiosos están en constante expansión y se propagan hacia él conectándose con los anillos que todavía se concentran alrededor del violinista y que causan incluso allí un atisbo de conciencia. El líder de los fieles en las plateas camina hacia atrás, en puntas de pie, por el pasillo, de cara a todos los demás. Con la mano derecha, señala con un ademán tranquilizador al grupo que lo sigue y con su poderosa mano izquierda trata de reprimir cualquier señal de interferencia de aquellos que se sientan a ambos lados del pasillo. Pero los que están más cerca de la puerta, paralizados hasta el momento, de pronto se ponen de pie y se pelean para ser los primeros en abalanzarse. Las puertas colapsan y las figuras amontonadas se lanzan hacia el otro lado.
Este estruendo coincide por un instante con los compases más tranquilos del concierto: ese punto en el que no solo el solista sino también los otros músicos han aquietado todos sus instrumentos… Todos menos la flauta. Esta flauta ha empezado a tocar como si lo hiciera solamente para beneficio del grupo situado del otro lado de la puerta, visible en la brillante luz del vestíbulo. Como si fuera una danza ritual, el grupo se agacha, se levanta, se dobla y se arrodilla bajo las manos de su líder, que ahora les hace ademanes a figuras invisibles situadas aún más lejos. De pronto, aparece un hombre con una jarra y un vaso, se inclina, y se escucha sonar el vidrio en el centro del grupo. Es un sonido suave pero claro como el de una campana y se combina con la flauta en un dúo que puede escucharse desde el rincón más remoto del salón.
En este punto, varias personas giran el rostro, desesperadas, y se quedan mirando fijamente al hombre quieto que ahora está totalmente aislado al comienzo de la fila. Nadie puede precisar por qué es menester volverse hacia él. ¿Acaso no es un bruto, después de todo? ¿Un hombre gordo y terco, con la cara rubicunda, cuyo único mérito es tener un egoísmo monumental? Sin embargo, algo en ese hombre sugiere que, como cualquier Atlas encorvado, de mejillas enrojecidas, está soportando todo el peso del vestíbulo en sus hombros. El cuello corto e hinchado carga con la galería superior. Las piernas están firmes como columnas en el suelo y los dedos de la mano se unen sobre su panza como un candado de máximo seguridad. Tiene el trasero hundido entre la felpa del asiento como una protuberante raíz en lo más profundo de la tierra. Nada puede desplazarlo. Ha puesto su voluntad en alcanzar la más absoluta inmovilidad y todos en el lugar lo saben.
El hombre nunca ha apartado la mirada del violinista. Mira fijo hacia adelante, sin parpadear, con sus ojos azules levemente protuberantes clavados en su objetivo. Es como si él hubiera asumido la responsabilidad de mantener al público y la orquesta unidas, de enderezar las blancas cabezas del palco bajo, controlar el escandaloso grupo que se halla al otro lado de la puerta, y con un esfuerzo sobrehumano, transformar el ojo curioso del público en un oído atento. El solista levanta el violín y por primera vez lanza una mirada penetrante al centro de la sala. Sus ojos se cruzan con los del hombre inmóvil sentado allí. No se percibe ninguna emoción reconocible en su mirada, nada de lo que podría denominarse “calidez humana”. Sin embargo, el hombre de abajo brilla y resplandece por un instante como si estuviera atrapado en un destello de luz rutilante. El violinista levanta el arco y comienza a tocar.
Mientras tanto, una persona del grupo de afuera, en el vestíbulo, por fin se ha acordado de las puertas abiertas. Las cierra con fuerza y el drama del exterior queda fuera de alcance, por lo menos fuera del alcance de los oídos, ya que todavía pueden verse algunas figuras moviéndose a través del vidrio oscurecido. Al mismo tiempo, hay una sensación de inquietud, como si supieran que el hombre recostado detrás de la puerta no va a permitir que lo encierren y lo olviden después de atraer las miradas de todo el auditorio. Esta inquietud está justificada. Ni bien los que están alrededor de la puerta lanzan un suspiro de alivio, la misma se abre otra vez, y el líder del grupo entra dando pasos largos. Su actitud es más imponente que antes. Parece el embajador de algún país importante. Camina unos instantes por la fila vacía buscando algo y luego empieza a levantar los asientos y tantear el piso. Para entonces, la música vuelve a elevarse y nadie alcanza a escuchar el ruido de los asientos, aunque él es tan rítmico y hábil cuando los levanta como el hombre que está detrás de los timbales. Apenas termina con esa fila, se dirige a la que está enfrente, donde está sentado el hombre robusto. Camina entre los asientos, inclinándose, palmeando y tanteando hasta que se topa con él. En ese momento, siente los pies del otro. Pero el hombre, este Buda inmutable, carente de toda generosidad, no mueve ni las piernas ni los ojos. Deja que el otro pase a la fuerza, que lo mire a los ojos e, incluso, que le corra el pie a un lado.
Al principio hay mucha curiosidad por saber qué encontrará el explorador. Sin embargo, el hombre sentado ha logrado concentrar casi toda la atención en él y luego, al no mover ni un pelo ni dejar que su atención se desvíe por un segundo, ha dirigido el foco hacia la orquesta. Esta es casi una proeza atlética. El simple esfuerzo de alzar al público con su sola mirada es fascinante.
Las puertas de vaivén se abren otra vez y aparece una mujer que se mueve tímidamente sobre la pasarela, como disculpándose, mirando constantemente al explorador y esperando una señal. Pero el hombre está recorriendo una fila de atrás y continúa moviendo la cabeza en señal de decepción. De pronto, desaparece. Se ha tropezado con algo ahí abajo. Es una cartera grande imitación de cuero en un tono ciruela, que tiene un bolsillo con cierre en la parte trasera, práctica pero no elegante. Una publicidad la describiría como una cartera con la que uno puede ir a cualquier lado. Y ha ido lejos y ha sido desplazada de un lado a otro. Ya ha ido un par de asientos atrás y al costado, se ha desplazado por lo menos tres metros. El hombre y la mujer se unen al explorador con entusiasmo y se dirigen hacia afuera rápidamente —la mujer, mientras tanto, mira adentro de su cartera para asegurarse de que, a pesar de la abominable confusión de los últimos diez minutos, todo esté intacto, incluso el frágil espejo de su neceser—.
Algunos de los espectadores habrían imaginado que el hombre estaba buscando un par de anteojos que le pertenecían al desvanecido, quien al horror de entrar en un lugar nuevo tenía que sumarle no poder enfocar las caras desconocidas que se asomaban por encima de él. Algunos no pueden dejar de pensar que todo este tiempo los anteojos han estado, destrozados en pedazos, debajo de los tercos talones del hombre sentado al comienzo de la fila. Al ver la cartera, sin embargo, algún vínculo que los conecta al grupo que está afuera de la puerta se rompe para siempre. Cuando el hombre y la mujer por fin logran salir, se puede ver un vestíbulo desierto. El grupo, como presintiendo una derrota, ha desaparecido.
La música está llegando al clímax. Una a una, cada parte de la orquesta junta coraje y escala más y más arriba en una lucha por llegar a los cuatro lentos acordes con los que termina el concierto. En esta meseta por fin se sienten seguros y se avecina el final. El cuarto y último acorde se desploma, disipando toda duda, y lo sigue una ráfaga de aplausos y golpes contra el piso. Pasa algún tiempo hasta que el hombre corpulento se une al aplauso general. Parece como si estuviera recibiendo calladamente parte del aplauso él mismo, junto con el solista, el director y el resto de la orquesta. Pero ahora, por primera vez, baja los párpados, mira al suelo y se permite sonreír con discreción. Luego levanta las manos y comienza a aplaudir. Sus talones se sacuden contra el piso al ritmo de los aplausos.
The Power of Prose
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