The International Literary Quarterly
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August 2010

 
Contributors
 

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Issue 12 Guest Artist:
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Click to enlarge picture Click to enlarge picture. Búho by Nicolás Poblete  

 

“Everyone ends up moving alone towards the self.”
None to Accompany Me, Nadine Gordimer.


Ahora voy hacia el juzgado, en el metro; un bosque de gente; árboles dispersos al abrirse las puertas. U hormigas. Una corriente de hormigas en líneas frenéticas: lugar de combinación. Miles de insectos dinámicos avanzando apresurados; uno choca con otro en dirección opuesta; una frotación mínima que permite reconocer que hay que seguir; tocar y seguir hacia el destino indicado. Hormigas acarreando sus provisiones para más tarde. Bolsos colgados en hombros, carpetas plegadas entre brazos, mochilas adheridas a espaldas. Y yo con mi tenida beige. Yo soy una de las hormigas parasitarias que no lleva nada para almorzar; voy al juzgado y si los que van conmigo supieran lo que las noticias repiten una y otra vez, no dudarían en transformarme en alimento, carroña para los perros. Yo sería la expulsada, designada con un tatuaje y arrojada al centro, pues el animal defectuoso, degenerado, será destruido por su propia especie, sin misericordia

           Ahora sólo uso beige, un color que antes jamás me habría atrevido a usar, ya que con mi tez pálida me hace parecer enfermiza. Aunque, pensándolo bien, sólo a una persona enferma se le ocurre hacer lo que yo he hecho. Sin duda el riesgo que conscientemente corrí no es normal; es digno de alguien que tiene que ser castigado. Beige: el camuflaje perfecto. Hace tiempo que no me importa verme bien. Impresionante la vanidad de una mujer como yo. Primero descartar un color, y ahora atesorar ese color que me afea y que me permite salir a la calle con menos terror a ser reconocida. Es un ocultamiento bueno, dentro de todo, como un enjuague bucal: Listerine, Plax. Ninguno de ellos erradica la halitosis de mi marido. Nunca voy a poder entender cómo lo hace con esas alumnas de la Universidad. En serio: su inteligencia y sus artes manipulativas tienen que ser verdaderamente extraordinarias como para que alguien pueda sortear esa barrera. ¡No sabré yo! Otra posibilidad: Hay que ser muy tonto como para sobrepasar esa barrera (eso es lo que es, literalmente: una barricada), pues nada es tan bueno como para justificar ese desagrado. Una última opción: Hay quienes harán lo que sea para conseguir un diploma que diga Tesis con honores. Algunos besos húmedos sobre la piel, unas sacudidas bruscas, luego suaves; sonrisas, suspiros, ¿comamos algo?, y ya. Pensado así, no es tan terrible.

          Enmascarada por la calle, pero no por mucho tiempo más. Doce años detrás de Gunther. (Me refiero a doce años menos que él. Por algo lo formulo así. Decir “doce años más joven” no me suena bien; “doce años menos”, eso sí). Fue mi profesor, decía yo cuando nos preguntaban cómo nos habíamos conocido. Todos reían. Qué romántico, qué increíble. Ahora no me parece nada chistoso ni increíble. Más bien resulta un poco triste. Uno se alegra al ver a un niño estúpido pidiendo explicaciones sobre algo que no se debe preguntar. Ver a un niño haciendo algo inútil puede hacernos sonreír aún, porque sus actos pueden ser adjudicados a la ingenuidad. Hay algo cándido en eso. Y cuando se es adolescente todavía uno puede jactarse de ser espontáneo. Pero después de los cincuenta quién va a valorar ser ingenua, ser espontánea. Hoy en día, una vieja. Es cosa de mirar los carteles en el metro, la publicidad ¿Vieja ingenua o vieja espontánea? Dios mío, cuál más patética.


Una impertinencia, sí, porque lógicamente un chico de quince años no iba a entender lo que yo estaba contándole, lo que estaba confesándole. Pero eran recuerdos, para mí, inocentes, casi ridículos. En mi dormitorio, la cama que es mía y de mi marido, pero que mi marido rara vez comparte conmigo. Viajes, conferencias. A veces durmiendo en el sillón del living, al lado de su biblioteca; a veces desapareciendo en la noche. Y no es que yo me escandalice con eso, para nada. De hecho es algo que ambos aceptamos; asumimos nuestra madurez, nuestro distanciamiento físico como algo natural. Después de tantos años las historias, las anécdotas se empiezan a repetir y ya no causan risa. Por lo menos, entre nosotros, ya no provocan sorpresa. Si una historia va a ser contada, es necesario que haya otra persona; no un amigo, no un pariente que ya ha escuchado el chiste cien veces. Tiene que ser alguien nuevo, aunque estemos yo y mi marido, alguien nuevo. Así quizá es posible que esa persona ría, y con ella, nosotros también podríamos sonreír. Por eso, un error comentarle a Gregorio, mi alumno de Castellano, un alumno mediocre, pero sensible. Eso yo lo capto de inmediato.

          En mi cama refiriéndole la sorpresa de veinte años atrás. Para mi graduación, a recibir mi diploma donde estaría Gunther, el director de mi tesis, mi futuro marido. Y, lista para salir al campus, una hora antes. Nerviosa y arreglada con la mejor ropa que tenía; con un par de aros que mi madre me regaló; ella misma me ayudó a ajustar el collar palpando mi cuello, al lado mío; ambas reflejadas en el espejo; ambas sonriendo. Yo tengo que llegar antes, mamá, pero nos vemos allá a las 8.00. Gregorio mirando por la ventana, con esa cara de angustia extraña para un niño; casi adolescente.

          Y yo caminando sobre tacos incómodos en mi historia.

          En un café cerca del campus. Me acerqué a una mesa, corrí la silla y luego me arrepentí; arrastré un piso y me senté en la barra, de lado, riéndome un poco al imaginar a esas mujeres en las películas antiguas, equilibradas precariamente de lado sobre un caballo. Incluso con falda, sujetas a un flanco y cabalgando; mirando la pantalla, nerviosa, qué peligroso, ¿cómo no se caen? Sentí las miradas posarse en mi espalda, la traba en la parte trasera de mi cuello me apretaba, repentinamente fría; en la esquina de un ojo vi el aro relucir, dorado. El barman me preguntó qué quería y le dije un café. De reojo vi el aro balanceándose bajo mi oreja, y detrás de él un hombre mirándome. Inmediatamente me di cuenta que no era chileno, era extranjero; probablemente gringo, o quizá alemán. Estaba dos pisos más allá, en la barra, tomando un trago en un vaso largo. Vi su mano acercándose; junto al platillo de café dejó un billete. Sentí miedo, risa, y sorbí mi café ignorando el billete. Pasaron algunos minutos y la mano volvió a acercarse; otro billete. Entonces sentí rabia; busqué monedas en mi cartera y las dejé sobre la barra. Me puse de pie dignamente y salí del café sin apurarme y sin mirar hacia atrás.

          Gregorio dijo, sorprendido: La confundieron con una ¿prostituta?

          Ahora pienso que debería haberme llevado esos billetes.


Otra historia que no vale la pena contar frente a nadie: Esa noche me fui con Gunther, después de la defensa de tesis, y en su casa me esperaba un ramo de flores. Él estaba todo sonriente y achispado. Sus lentes revelaron una alarma inesperada, espejeando bajo la luz rectangular de la cocina, cuando me vio botando el bouquet en el basurero. No me gustan las flores, dije. ¿Cómo que no? Claro que te gustan, dijo Gunther. Sí, me gustan, pero no así. ¿Acaso por ser mujer estoy obligada a agradecer un ramo de flores? Es una trampa. Y me encantó cómo respondiste, Gunther, pues tu cara se relajó maravillosamente, como con una sorpresa placentera, como con una iluminación poética: Sí, sí, tienes razón. Tienes toda la razón. Y tu bigote de morsa me raspó las mejillas, luego los labios.


Clase de castellano, de 8 a 9.30 de la mañana. Ese día los chicos tenían que hacer una presentación sobre Gabriela Mistral. Pasaron de un poema a otro y yo les pregunté cuál era la importancia de ciertos versos, qué veían ellos, qué era lo que se intentaba destacar. Y qué es importante para ustedes, pregunté una vez terminada la presentación grupal. Y, después de un silencio concentrado, una chica levantó la mano: La familia mi familia es lo más importante para mí. Y luego otro brazo se elevó; era un chico más bien tímido, un alumno del montón. Estoy de acuerdo con Elisa. La familia es lo más importante. Y me fijé en que Gregorio estaba sonriendo, incómodo. Movió su cabeza hacia los lados, negando en silencio. Se llevó una mano a su oreja izquierda, dándose cuenta que lo había descubierto. ¿Y tú, Gregorio? ¿Qué crees tú que es lo más importante en tu vida?. Él se encogió de hombros, no quiso revelar lo que sentía y no quiso tampoco ofender a los que habían hablado sobre sus familias. Ese día fue como una ternura ver al chico debatirse, incómodo, sin querer decir lo que quizá podría haber dicho yo. Pasó un tiempo que me pareció excesivo como para esperar una respuesta. En esos momentos siempre estoy atenta a formular otra pregunta, a pasar de un alumno a otro, para no incomodarlos, para no perder tiempo. Pero ese día el tiempo fue excesivo, los compañeros empezaban a desconcertarse y a mirarse unos a otros, viéndome a mí de pie, esperando, testaruda, la respuesta. Desde su pupitre Gregorio dijo: No sé, ¿cuál es su opinión, profesora?. Hubo risas incómodas entre los compañeros. Quizá era una falta de respeto lo que había dicho Gregorio; era primera vez que un alumno respondía una pregunta con otra pregunta. Era un cambio de roles, a lo mejor una violación a la jerarquía. Pero yo sonreí, enigmática, y los niños también sonrieron, confusos. Y tuve suerte de que justo en ese momento el timbre sonó, clausurando la hora de clase, inaugurando el recreo de quince minutos. Y los bancos se movieron, las sillas hicieron chillar sus patas al arrastrarse contra el piso, como el sonido alarmante del pizarrón cuando una tiza escribe algo sobre él en un ángulo único, o cuando la uña se interpone sobre la tiza y rasca el plano negro. Suerte que no escucharan lo que no alcancé a decir, ni tampoco a formular como respuesta. Los chicos habían hablado de sus padres, hermanos, incluso de sus abuelos y hasta mascotas. Y yo, hace mil años sin abuelos, casi no los conocí. Sin hijos; dos pérdidas. ¿Familia? El hijo de mi marido que vive en Australia. Eso no sería Familia para estos niños. Mi madre en un hogar de ancianos. Tampoco era un ejemplo que ellos comprenderían. Mi marido. Sí, un marido sin duda es parte de mi familia. ¿Familia? No, no es lo más importante para mí. Me acerqué hacia la pizarra para borrar los títulos de los poemas, para darle la espalda a los últimos chicos que buscaban algo en sus mochilas antes de salir al patio. Pero mi espalda tenía ojos y vieron a Gregorio sentado aún en su pupitre, mirándome. Cuando me di vuelta para tomar mi carpeta vi a Gregorio parado a mi lado. Me pareció alto, repentinamente maduro para su edad. Gracias, dijo y salió de la sala.


Dejé el libro de clases en la sala de profesores y salí al patio a fumarme un cigarro. Ahí estaba don Blas, con su mameluco azul, mirando hacia arriba, entre las hojas del enorme gomero. Parecía hipnotizado y no se dio cuenta de mi presencia hasta que repetí el saludo. Don Blas tenía en su mano la manguera, que ya había formado una poza en torno al tronco del árbol. Hola, cómo le va, dijo. Se murió el búho. Lo encontré esta mañana. Se cayó. Yo creo que puede haber sido el calor. Siguió mirando hacia arriba, como si pudiera ver la silueta del búho posada en alguna rama. ¿Cómo se cayó?, pregunté sin entender a lo que se refería. Cómo, ¿no voló? ¿Quiere un cigarro? Se está haciendo una poza ahí, dije con tono amable. Sí, sí, gracias, dijo don Blas, agachándose y posando el tubo plástico con delicadeza en el borde de una jardinera. Pensé: El búho se desplomó de viejo, pero no quise decirle eso a don Blas. No quise usar la palabra desplomarse delante de él. Sacó un cigarro de la cajetilla; le ofrecí fuego y vi cómo se llevó el cilindro blanco a sus labios, con la misma delicadeza con la que había posado la manguera entre los tallos de las plantas. El cigarro parecía una tiza en su boca. Sonrió, pero en su voz había angustia, quizá miedo. Repitió: Se cayó. Dije: Qué pena, llevaba aquí varios años ya, ¿no?. Claro. Años. Salió hasta en el diario, ¿se acuerda? Nadie podía creer un búho en el centro de Santiago, y a plena luz del día. Sí, una pena. De vez en cuando se comía una que otra paloma. Mantenía las palomas a raya, ahora van a volver y quiero ver la cantidad de ¡Todo lo que ensucian!. Aspiró el humo y lo exhaló hacia arriba, dirigiéndolo hacia las ramas del gomero. Yo también expulsé el humo con el cuello arqueado, pero había viento y el humo se disgregó al instante, sin elevarse. Bueno, dije tratando de sonreír. Habrá que buscar otro, ¿no?. Don Blas no dijo nada. Escuché sus zapatos crujiendo en el maicillo, luego silenciosos. Cuando levantó la manguera para cambiarla de lugar, escuché el murmullo del agua y me pareció que el sonido era igual al que hacen las palomas cuando están agitadas. Aplasté la colilla bajo mi tacón. Don Blas tosió, como si efectivamente hubiera aspirado el polvo de la tiza entre sus labios.


En el diario, al igual que el búho. Honestamente no es algo que me aterre, por lo menos no de manera evidente, no para mí. Y por teléfono mi marido sonaba preocupado. Es difícil, quizá imposible, encontrar el tono adecuado con el que poder contar todo lo que ha pasado, relatarlo. Y más difícil escoger la forma en la que debo sentir esto. Es probable que la discrepancia entre lo que tengo que testificar y lo que ocurre con los sentimientos no se salde nunca. Cuando repaso los hechos en mi mente todo parece claro, pero cuando es necesario describirlos una frase parece querer escoger un tono melodramático, la siguiente sale de mi boca con un tinte jocoso; la conclusión adopta un matiz prácticamente cínico, con leves señas de conciencia/miedo (no cualquiera entiende la diferencia). Y sin embargo, cualquier estado de ánimo se congela con la palabra: Abuso.


“Estoy aislada. Sí, es verdad. Eso fue lo que dije. Gunther me escuchó con cara de preocupación, jamás escandalizado de inmediato. Esperando, tomándose su tiempo, permitiendo la elongación de mis palabras para, sólo después, cortar el músculo dilatado con un cuchillo irreversible. Considerando con aspecto lechucezco.

           Hola lechuza, le había dicho en mejores momentos, cada vez que lo descubría en su escritorio, tarde por la noche; de madrugada, leyendo, un cigarrillo en su mano izquierda. El búho salió en el diario también, tal como yo. Un búho en el centro de Santiago, y a plena luz del día. Pero ahora depende de mí decidir cómo voy a ver a Gunther. Hasta hace un tiempo atrás era evidente para mí ver ese perpetuo cepillo sobre su labio superior, y ocultando parte de él, como el bigote de una morsa. Su rostro redondeado de mejillas infladas también hacía lo suyo para emparentar a mi marido con la familia de las morsas. No estoy diciendo que sea feo, para nada, no. Pero ahora se ha vuelto más cristalina la semejanza de Gunther con el de una lechuza. Sólo ahora está claro, a pesar de que años atrás yo había intentado utilizar ese apodo, sin éxito. Mucho tiempo divagué, indecisa, entre un sobrenombre y otro. Ahora es como si siempre hubiese estado definido: Lechuza.


“Estoy como en una isla, comenté sentada en el borde de mi cama, quizá porque una cama en una pieza es como una isla en el mar, en un lago. Gregorio a mi lado permaneció en silencio, su respiración se hizo más intensa, profunda. De pronto pensé que le pasaba algo, sin duda estaba en un estado especial, como en la antesala a un ataque de pánico. Miraba hacia el suelo, entre sus piernas abiertas. Las aletas de su nariz trabajaban como membranas, abriéndose y cerrándose, como intentando concentrarse en algo. Fue curioso, porque él parecía luchar por no perder el control, quizá por entender dónde estaba, qué hacía, cuál era su identidad en ese momento, conmigo, en mi cama, mientras que yo, que hablaba con aparente elocuencia, intentaba elegir las palabras precisas, esbozando las incorrectas. Al parecer yo también lloraba. Me dije a mí misma no estoy aquí, todo esto va a pasar. Sentí pavor por el mundo más allá de la ventana, por todo lo que no fuera yo y Gregorio, y al mismo tiempo entendí que era libre, que dependía de mí desprenderme de él, de la misma forma en que somos libres de los otros, y que lo podría dejar de inmediato, dejarlo en el pasado y estar a salvo. Fue como si mi espíritu se descolgara de mi alma para vagar por mi casa, más allá de la cama, de la habitación… Y, aun así, cuán segura, directa parecía la profesora delante de su alumno. Cualquiera entiende la diferencia entre un hombre de 65 años y otro de 15; y sin embargo ambos rellenarían en un formulario el cuadrado que pregunta por tu sexo. A lo mejor yo estaba remitiéndome a ese cuadrado, a la M de masculino, cuando le comenté a Gregorio lo mismo que le había dicho a mi marido: ¿Hace cuánto tiempo que no me besas en el pecho?. Ahora aseguran algo distinto y es posible que sea como ellos dicen. Quizá no fue con esas palabras como lo dije, sino con otras, infantiles. Sí, a lo mejor, hasta vulgares: ¿ofensivas para un chico de 15 años? La pregunta es, ¿quién malinterpretó mis confesiones? Yo estaba hablando de tiempos remotos, cuando Gunther aún estaba encantado conmigo, su alumna estrella, de piernas esculturales, así mismo me llamaba. Mucho antes de su cinismo y distanciamiento. Pero no habré sido tan estrella como para no darme cuenta de que si Gunther, el renombrado profesor, había dejado a su señora por mí, era porque algo raro estaba pasando. Su esposa, diez años menor que él, y yo, doce años menor que él. Ahora Gunther sólo sale con alumnas que tienen veinte, treinta años menos que él. Yo no me perturbo, hace siglos que no me escandalizo. La verdad es que ni siquiera siento celos, ya no. Nada de celos. Que Gunther no me bese en el pecho, que no haga girar su lengua en torno a mis pezones como una vez lo hizo no me afecta para nada. Pero cómo parecer verosímil al decir eso, si yo misma fui la que le confesó aquello a Gregorio. Un error, sin duda. Lo que tendría que haber dicho es que me sentía aliviada de no tener que soportar el peso de Gunther sobre el mío; cada vez más pesado, y ese bigote de morsa que rasca mi piel. Y lo peor de todo: Esa halitosis que no tenía cuando lo conocí. Es posible que mi relato se hubiera balanceado de haber reído un poco, en vez de murmurar palabras sueltas, entrecortadas, en tono circunspecto. El balance: ¿Cómo pueden aguantar esas jóvenes ese tufo?. O, Todos necesitamos un beso en algún momento de nuestras vidas. Pero nada de eso salió de mi boca: Gregorio, ¿dame un beso? Lo necesito.

Claro que había varias alumnas, y alumnos también, interesados en Gunther Salazar. A esa edad, qué fácil impactarse con las revelaciones del profesor. Si nos miraba directo a los ojos era como un regalo, pues generalmente hablaba con su voz profunda sin mirar a nadie en particular; como eco rebotaban sus palabras entre las paredes del auditorio. Nosotros tomábamos apuntes rápidamente, alertas a cada detalle, a cada explicación extra; nuestras manos rascaban el papel de los cuadernos. Palabra tras palabra y frases enteras, párrafos. Angustiados de perder el hilo al dar vuelta la página para seguir escribiendo, y temerosos de levantar la mano para preguntar qué había dicho el profesor. Jamás levantar la mano e interrumpir el flujo de su pensamiento, como una vez ocurrió.

          Un novato, que venía de intercambio de la Universidad Austral, cometió el error fatal. El profesor estaba como poseído explicando la estructura delirante de El obsceno pájaro de la noche, y este chico levanta la mano. El profesor no se percata de la mano elevada, sigue hablando y mirando hacia el techo, hacia sus pies, hacia la pizarra, y el chico tose, en voz alta pregunta, Profesor, ¿profesor? ¿Puedo preguntar algo?. Y Gunther se desconcierta, sus lentes espejean como los ojos de una lechuza. Él mismo tose, hace un gesto curioso con sus rodillas, como si fuera a desmayarse, de pie frente a la pizarra. Parece más joven cuando flecta sus piernas, y carraspea, enfadado: A ver, ¿qué es tan importante? ¿Qué es lo que quiere preguntar, joven?, y no son las palabras que dice lo que desmotivan la pregunta del alumno, sino el tono con el que las dice, y el chico se encoge de hombros: No, no, no se preocupe, no es nada importante. Y Gunther ladea la cabeza como dando a entender que el chico ha hecho algo irrevocable y que es culpable de este impasse que lo ha descolocado. Pasa un minuto incómodo de silencio y finalmente Gunther dice: Niño, quizá usted no se ha dado cuenta que aquí en Santiago no llueve tanto como en Valdivia. Y el chico mira hacia los lados, buscando alguna clave, quizá alguien puede explicarle a qué se refiere el profesor con su enigmática enunciación. Niega con su cabeza. Gunther pregunta: Dígame, ¿se ha percatado que aquí no llueve tanto como en Valdivia?. La voz del alumno es débil, insegura: ¿Sí?. Todos estamos callados, lápices suspendidos sobre nuestros cuadernos; se escucha el cierre de un estuche abriéndose lentamente; lápices agitados dentro del estuche. Yo carraspeo. El profesor dice: Cómo, ¿me está preguntando o me está respondiendo?. El chico dice: Sí, me he dado cuenta. Entonces, insiste el profesor, para quedarme tranquilo, si bien le entiendo, usted sí se ha percatado de que en Santiago no llueve tanto como en Valdivia, ¿no es verdad?. Sí, es verdad, murmura el chico visiblemente avergonzado. Bien, bien, dice el profesor simulando un aplauso. Es todo por hoy. Dejamos la clase hasta aquí. Terminen de leer la novela de Donoso porque tendremos una prueba la próxima semana. Adiós.


“Te he observado. Esas fueron sus palabras aquella noche. Al finalizar el curso Literatura del Boom, a mí se me ocurrió organizar una comida. Con miedo, anticipación, nervios. Esa fue la vez definitiva. Recordar ahora eso, después de tantos años, qué ingenuidad. Pero feliz en ese momento, como consciente de ser exitosa, de ser capaz de pasar todas las pruebas. Una competencia, literalmente, pues me arriesgué a invitar a todos los compañeros, muchos de los cuales reconocían admirar en extremo al profesor; unos pocos incluso admitían estar enamorados de él. Muy consciente de mi apariencia me preocupé de todos los detalles para la comida; con una clave para mí misma. Una prueba privada: espárragos. Saqué de la mesa los libros que había estado repasando esa tarde; embobada con las cadencias de frases que explicaban la panorámica del curso que acababa de finalizar: Boom Latinoamericano: Una nueva Colonización. Latinoamérica editada en España, era el polémico título de uno de los libros que formaban parte del curso. Autor: Gunther Salazar.

          Dispuse los platos con ensaladas y verifiqué el horno en el que una carne burbujeaba en una salsa de champiñones, pensando con un leve resentimiento/temor que quizá era la Alannah, la estudiante gringa de intercambio, la que sería la seleccionada por Gunther. Era la única que le había conseguido sacar una sonrisa al profesor, con su acento cómico y sus preguntas deslenguadas. Además era alta, simpática; tenía un pelo negro liso y unos ojos azules inmensos. Pero, para mi suerte, Alannah no pudo ir esa tarde a mi casa.

          Finalmente estábamos todos sentados en el living de mi casa; mi mamá se había ido a Mirasol con su hermana, y cuando pasamos a la mesa yo serví los platos. Sonreí al ver a mis compañeros sentarse en torno al profesor. En la cabecera, le dije yo, y él rió inseguro pero inmediatamente obedeció. Mientras yo cortaba la carne y pedía que me acercaran los platos vi a Gunther acercar su mano a la bandeja con espárragos. Entre sus dedos tomó un espárrago, luego otro. De pronto pensé: es exactamente así como se debe comer eso con un desenvolvimiento espontáneo, encantador. Y me fijé: con la mano izquierda. Mi mamá me había dicho que no era buena idea servir espárragos en una comida porque la gente no sabe cuál es la manera correcta para comerlos. De hecho, había dicho mi mamá, hay unos utensilios especiales para tomar los espárragos, un tipo de pinzas. Nadie tiene ya esas pinzas, había dicho. No es buena idea y la gente se avergüenza, algunos tratan de cortarlos con un cuchillo, otros dicen que no comen espárragos, etc. Nada de eso era un problema para Gunther, mientras hablaba animadamente, comentando los ensayos finales más interesantes, entre los que estaba el mío, y sacaba uno tras otro los espárragos de la fuente que nadie se atrevía a tocar. Era tal su desenvolvimiento que de pronto se quedó quieto con un espárrago entre los dedos; mascó la punta y luego alzó la mano para ejemplificar una idea, como si fuera la tiza que a veces tomaba para escribir alguna palabra en el pizarrón. Con la tiza en suspenso, explicando algo con su voz dura, precisa, de sílabas marcadas, eses perfectamente pronunciadas, incluso en palabras que terminaban en s. Con la autoridad de sus comentarios, verdades absolutas que nosotros apuntábamos apresurados en nuestros cuadernos. Yo tenía un sistema para abreviar las palabras, una especie de taquigrafía personal, pues no quería perderme ninguna de las revelaciones de la eminencia. Eran iluminaciones desde el momento en que surgían de esa voz más irrefutable y convincente que la de un papa.

           Veinte años atrás, ¡uf! Simpático, con la iluminación precisa, con un ángulo de luz determinado, ¡qué buenmozo! Un churro, dijo mi madre cuando se lo presenté a la salida de la universidad. Como si hubieran pasado siglos. Un churro Pero ahora, si no apestara; si el tufo no fuera tan invasivo, quizá podría olerlo olor a viejo. Quizá es bueno que nada aplaque esa halitosis. Sí, señor. Ese hedor me protege, pues camufla el terror que brota de quién sabe qué poros: olor a viejo. Gunther Salazar.


“Tesis con honores. Eso era en esa época y eso fue lo que yo recibí. Director de tesis: Gunther Salazar. En eso pensaba cuando entré a la sala. Los alumnos estaban excitados y había un olor intenso, adolescente, que me hizo aspirar más profundamente. Por favor abran una ventana, dije. La clase anterior era música y los alumnos todavía seguían haciendo sonar sus flautas. Silencio. De pronto una escala de notas, como agua apresurándose hacia una cascada, así me pareció. Y algo fuera de lo común salió de una flauta; un sonido virtuoso, sin lugar a dudas. Tengo buen oído y me sorprendió escuchar ese breve rezago una vez calladas todas las otras flautas. Increíble escuchar algo tan pulido y preciso surgiendo de una flauta plástica, flauta dulce, el instrumento obligatorio para el colegio, y un instrumento que nunca me ha llamado la atención. Si escucho algo es piano, cuerdas. Primero el piano, ése es mi instrumento favorito, y luego el Chelo. Pero flauta y sin embargo ahí me quedé. ¿Quién es el concertista?, y el chico ahí, un alumno mediocre, bordeando siempre el 4,0. Yo soy, señorita. Señorita con un gusto irónico. Gregorio, muy bien. Tendría que poner esa pasión en la clase de Castellano también, ¿no le parece?.


El corazón latiendo a mil detrás de mi pecho. ¿Es esto lo que soy? Esto es lo que soy: una vieja degenerada.


Viajo en metro hacia el centro, al juzgado. Avanzo por la vereda. Hay dos palomas que caminan paralelas a mí. ¿Será verdad que las palomas son monógamas? Yo camino más rápido que ellas. Es lógico: ellas están atentas a cualquier protuberancia en el cemento. Su única preocupación es encontrar algo que picotear, sea o no comestible. Comen más que nadie estas palomas callejeras, incluso cosas que ni yo me atrevería a consumir. Recuerdo a esa gringa, de un tiempo a esta parte ha aparecido en mis pensamientos más de lo normal, pues fue una compañera que estuvo sólo un año en la Universidad y que no fue amiga mía. Alannah, de esas gringas únicas, simpáticas, relajadas, medio hippie; era la única que abordaba al profesor de tú, y sólo a ella Gunther le permitía ciertas osadías; a lo mejor la encontraba exótica, a lo mejor la repudiaba silenciosamente. Audaz, Alannah le dijo al profesor, mientras él entregaba los ensayos finales, que no había podido ir a la comida pero que tenía otra invitación que hacerle. Quizá él la podría acompañar a una boda que tenía. Era un compromiso que no le agradaba para nada, pero era una opción para pasarlo bien entre ellos. Dios mío, nadie se había dirigido así jamás al profesor. Si respondía indignado habría estado en todo su derecho. Pero Gunther pareció tan simpático, irónico, nuevamente cautivador. Mirándola a sus ojos azules, le dijo: I dont do weddings. Sorry!. Y acercándose, su mano izquierda sobre el hombro de la gringa dijo: Im sorry, my condolences. Alannah se rió, todos rieron Dios mío, qué escena más desfamiliarizante; últimamente encantadora. Los ensayos en su mano izquierda. De pronto los papeles sobre la mesa y sus dedos se escondieron en un bolsillo como algo literal: La izquierda. Bolsillo izquierdo. Billetes. Monedas. Qué horror, esas cosas que no se pueden objetar. Claro, porque cómo culpar a alguien por ser zurdo.


A veces Gunther organizaba en nuestra casa talleres, grupos de lectura o citas privadas con alumnos seleccionados. Era verano esa tarde, cuando llegué del colegio cargando mi bolso lleno de pruebas para corregir y escuché el murmullo de la conversación en la terraza. Entré por la puerta de la cocina y ahí estaba Gunther lavando vasos en el fregadero. Hola perrita, dijo simpático, fijándose en mi bolso con las hojas sobresaliendo. Ya se van a ir estos chicos; si hacemos ruido nos dices, ¿bien? ¿Mucho que corregir?. Sí, pero no te preocupes, me voy a instalar en la pieza. Dame un vaso de agua por favor, estoy seca. Con el bolso en un hombro y el vaso en mi mano subí las escaleras hacia nuestra pieza, y bajo la ventana vi a los alumnos; cuatro jóvenes sentados en la mesa de la terraza, con libros frente a ellos. Escuché a mi marido en la cocina sacando hielos, abriendo la llave del agua. Me fijé en uno de los jóvenes, un ayudante de Gunther de hacía años. Tomé un sorbo de agua y escuché: Te lo juro Sí, si se come a las alumnas. Todo el mundo lo sabe. Tragué el resto del agua en un solo sorbo y subí los escalones hacia mi pieza, pensando en lo que acababa de escuchar, no exactamente una novedad para mí. Y ahora que lo recuerdo lo que me sigue impactando no es el hecho de que ellos supieran lo que yo ya sabía, sino la forma en la que este ayudante había expresado ese conocimiento; ¡qué vulgaridad más ofensiva! Pero quién podría creerme ahora a mí; yo, la profesora acusada de abusar sexualmente de un menor. Quién me creería a mí esta supuesta sensibilidad; escandalizada por un par de palabras. Una cosa es aceptar una relación abierta y otra

           Se come, qué salvajismo. Él, uno entre tantos otros ayudantes esperando limosnas de Gunther. Quizá tenía su justificación la selección de las palabras del alumno; el ayudante con su bomba soez estaba quejándose de esa limosna, pues yo sé muy bien que todo lo que reciben son ensayos para corregir. Pueden esperar años, Gunther no se va a jubilar. A veces ni les paga por la corrección de pruebas, por la edición de ensayos. Alumnos de cuarto, quinto año, esperando ser recompensados en el futuro. Y los libros de Gunther, muchos investigados por esos mismos ayudantes. Unas líneas con agradecimientos al principio o al final del libro, y listo; se dan por pagados. En la Universidad hubo una mini polémica cuando Gunther se sacó esa beca. Fue otro colega el que le preguntó si realmente necesitaba esa plata que, en rigor, se esperaba la ganara algún alumno destacado, y que, a pesar de que las bases no indicaban que fuera exclusiva para los alumnos, a ningún académico se le ocurría postular a esas becas. No es bien visto, dijo el otro profesor que Gunther descalificó como un mediocre que tenía una oficina entre pisos y que seguía batallando en una tesis sosa para conseguir una pusilánime maestría.

          Gunther estaba en Berlín cuando recibió la noticia por boca de sus ayudantes, quienes fueron los que hicieron los papeleos mientras Gunther presentaba un paper, reciclado varias veces, en Madrid y luego en Alemania. Por teléfono Gunther les aseguró a sus ayudantes que estaban felices pasándose el auricular uno tras otro, saludando y congratulando en tono festivo por la buena nueva que naturalmente el dinero se lo repartirían entre todos los que habían trabajado en el proyecto. Pero después todo se disolvió; la editorial universitaria no consideró el libro para su agenda de ese año; al parecer Gunther iba a tener que utilizar esa plata para publicar el libro en el extranjero, en Argentina o en México, y en ese caso los gastos van a ser mayores, por lo tanto, la plata de la beca que vamos a recibir va a ser mínima. Recordar eso ahora, una vergüenza. Gunther en Berlín, como invitado especial, en un panel con el rimbombante título: ¿(Sub)alternidad?: La (im)posibilidad identitaria del sujeto latinoamericano actual. Leyendo su paper como keynote speaker. Había dicho: No puedo estar allá rellenando papeles.

           Se come a las alumnas, todo el mundo lo sabe, esas palabras eran quizá una forma de venganza. Y entendí el resentimiento de esos alumnos. Cuando Gunther fue a Australia a ver a su hijo (aprovechando la oportunidad para dar una charla en Sidney. ¿O era al revés?: una charla en Sidney le permitía ir a ver a su hijo?), me dejó a mi con la tarea de corregir un ensayo eterno, una lata sobre Blest Gana que no recuerdo muy bien. Lo que sí recuerdo es cómo tuve que corregir todas las conjugaciones en pluscuamperfecto. ¡Menuda tarea! Y yo no dije nada, a pesar de que sabía que él llevaba a un ayudante, una ayudante. Ni siquiera pude sugerir estar molesta porque eso habría significado ser una burguesa de un moralismo vergonzoso y de mínima monta. Eso habría sido poco inteligente, digno de una mujer histérica, irrisoria, caricaturesca y, últimamente, patética. Por lo tanto mi máscara limpia, pulida. Impecable (impermeable) la máscara sobre mi rostro, esa vez y muchas otras. Mis rasgos simétricos e inescrutables; mi maquillaje equivalente a mi dignidad facial.

          Lamentablemente lo que sale por mi boca es inmune al disfraz, y es así como me escucho diciéndole al muchacho: Me voy a matar, voy a matar a mi familia. Mi familia, qué estupidez. ¿Gunther mi familia? Qué idiotez, claro que no para ellos.


Lo que dije es verdad. Nunca tuve intención de dañar al menor. A Gregorio le dije: Me siento aislada, es verdad, pero podría haber dicho eso frente al espejo, frente al fregadero en la cocina. Sin embargo lo dije frente a su cara. También dije cosas frente a los jueces. Eso es lo que es un juicio oral: Revelar cosas frente a una cara. Reconocer, sí, que abusé de Gregorio, sí, tuve relaciones con él, es verdad. ¿Enamorada? Pues sí, también sí, dije eso, por lo tanto es verdad. Dos horas y cuarenta y cinco minutos estuve hablando, repitiendo algunas cosas, condimentando esas revelaciones con otras pequeñas (para ellos), con detalles importantes (no para mí), y asintiendo frente a las frases que me acusaban de abusar sexualmente de mi alumno, en la comuna de Santiago. Sí, culpable, no hay duda, ni siquiera para mí. Antes de que me encerraran en el Centro Penitenciario Femenino, admití haber mantenido relaciones sexuales con Gregorio, mientras mi marido se encontraba fuera del país. La forma en que lo relataron, en que preguntaron y en que concluyeron: Todo es verdad. Es verdad que yo cociné algo y le di de comer a Gregorio. Sí, al menor. Comimos. Nos besamos, fuimos a mi dormitorio y empezamos a acariciarnos. Algo pasó entre nosotros y me empezó a doler el estómago. Me empezó a latir una vena en el cuello. Y el pecho, el pecho que Gunther ya nunca más tocó, por fortuna en todo caso. El sostén y los pezones comenzando a endurecerse. Le dije algo de los pezones a Gregorio, lo recuerdo. Y, antes de que me encerraran me enteré de lo que había dicho Gregorio, y no me dolió pues seguramente también era verdad lo que estaba escrito en el diario, aunque fuera una verdad a medias.


Es verdad lo que me dijo mi marido también, olvidando todo su léxico: ¡Te comiste a un pendejo!. Gunther tapó el auricular con una mano para decirme aquello. Yo me quedé de pie frente a su escritorio, como una alumna, mientras él terminaba la conversación, pues me había indicado con un dedo en alto que me quedara ahí, que no me fuera. Estaba agitado y discutía con alguien a través de la línea: ¡Otra tesis sobre Borges! Mira, Clarisa, podrías pensar en tomar otro corpus, dijo en tono convincente. Algo más, cómo decirlo por ejemplo Carlos Droguett, Juan Luis Martínez, Juan Emar, incluso la Bombal, pero ¡otra vez Borges! No. Y Donoso tampoco, ni lo pienses. Gunther colgó el teléfono, se puso de pie, pero no avanzó; permaneció atrincherado detrás de su escritorio. Dijo: Te fuiste al chancho, como si lo que yo había hecho permitiera la emergencia de un habla vulgar. Eres muy evidente.


El búho mantiene el control sobre las palomas. La lechuza en su escritorio me llama y yo llevo una bandeja con una taza de té y un plato pequeño con galletas. El búho en el colegio se ha desplomado, está muerto; las palomas están apoderándose del patio Ya no me importa mi marido; me he liberado y ahora estoy involucrada, igual de contaminada que las palomas camino al juzgado, picoteando basura Llevar la bandeja hacia el escritorio me resulta casi reconfortante. Es como un alivio. Quién diría que el gesto, que los movimientos que requiere transportar una bandeja son prácticamente los mismos que se necesitan para acarrear todas mis pertenencias en una caja. Mecánicamente lo mismo, y sin embargo, qué diferencia emocional.

          Cuando llegué al colegio todo estaba en silencio. En la sala de profesores no había nadie. Creí ver una sombra deslizándose hacia el baño de varones, y luego a nadie más. La cafetera estaba humeando sobre la mesa y el tablero con las llaves de las salas seguía donde mismo; creí ver una de las llaves colgada bocabajo balanceándose, como si alguien la hubiera ajustado ahí hacía segundos. Y en la mitad de la mesa estaba mi caja, un post-it amarillo con mi nombre. Dentro de la caja dos carpetas, un estuche con algunas cosas de librería; mi agenda. Me acerqué a la cafetera y busqué mi tacho. Si querían desterrarme, con todas mis cosas, pues también tendrían que incluir el tacho de loza en el que tomaba café cada día. No les haría pasar por la humillación de tener que llamarme para que lo fuera a retirar, y tampoco los haría rebajarse a que lo botaran en el basurero, con dedos asquientos, temerosos de un contagio corrupto.

          No sé si don Blas no había visto el diario esa mañana, o las noticias la noche anterior; o, si de hecho, estaba al tanto de todo pero decidía en ese momento mostrar un poco de humanidad, pues se acercó a la puerta de la sala de profesores; me pasó un pañuelo blanco, y me dijo: No llore, no saca nada con llorar. Miró la caja con mis pertenencias y se quedó callado un instante. Me sequé los ojos con el pañuelo y don Blas sacó de su bolsillo una cajetilla de cigarros. Separó la agenda hacia un borde de la caja y puso el paquete entre la agenda y el estuche.

          Una vez pensé, cuando me asaltaron en el centro, apretando una pistola contra mi estómago, Si me matan, por lo menos no moriré como suicida. Otro, no yo, será el responsable de mi muerte. Y ahora pienso que me voy a ir presa. Ya está claro. Pienso: si me toman presa, por lo menos…”.

          Don Blas me dijo que era una pena que no hubiera visto los resultados del concurso de pintura. Que me habría gustado ver la cantidad de cuadros, de todos los cursos, y que él creía que yo sería uno de los jurados. Yo pensaba en qué hacer con un pañuelo usado; si retornarlo sucio, contaminado conmigo misma, o si guardarlo en un bolsillo; arrojarlo dentro de la caja. Don Blas estaba tratando de animarme cuando me comentó que varios de los cuadros en el concurso de pintura mostraban al búho muerto. Uno de los más ingeniosos era el del búho cayendo en picada desde el árbol, pero no tenía un aspecto trágico, sino que era cómico. La niña autora del cuadro lo había decorado con un globo explicatorio, saliendo del pico del búho: No se preocupen, ¡tengo un paracaídas!. El otro cuadro finalista, según don Blas, no era original. Y el cuadro ganador era el de la silueta del búho, posado sobre una rama. Lo único que resaltaba del cuadro eran los dos ojos, inmensos, bordeados por un plumaje impresionante. El chico había hecho un trabajo minucioso al detallar cada una de las plumas en torno a los ojos y alrededor del pico del ave. Era un óleo, dijo don Blas.

          En la entrada del colegio busqué un basurero y boté la caja íntegra. El paquete de cigarros lo guardé en mi cartera. Mis zapatos resonaron en el cemento, pero los tacones se hundieron en mi cerebro. Pensé en las palabras de don Blas: El cuadro ganador fue un óleo del búho. Sonreí, pero no era una sonrisa de alegría. Fueron estas palabras las que dibujaron la mueca sobre mis labios: El búho, incluso muerto, gana el concurso.