The International Literary Quarterly
menu_issue12

August 2010

 
Contributors
 

María Teresa Andruetto
William Bedford
Richard Berengarten
Jorge Luis Borges
Sampurna Chattarji
Rubén Dario
Rosalía de Castro
Siobhan Harvey
Carla Guelfenbein
Marion Jones
Andrea Labinger
Suzanne Jill Levine
Hernán Neira
Paschalis Nikolaou
Nicolás Poblete
Wena Poon
Richard Reeve
Polly Samson
Maree Scarlett
Ana María Shua
Katri Skala
Elizabeth Smither
Sridala Swami
Nasos Vayenas
Mauricio Wacquez
Peter Wells
Alison Wong

Issue 12 Guest Artist:
Catalina Chervin

President: Peter Robertson
Deputy Editor: Jill Dawson
General Editor: Beatriz Hausner
Art Editor: Calum Colvin

Consulting Editors
Marjorie Agosín
Daniel Albright
Meena Alexander
Maria Teresa Andruetto
Frank Ankersmit
Rosemary Ashton
Reza Aslan
Leonard Barkan
Michael Barry
Shadi Bartsch
Thomas Bartscherer
Susan Bassnett
Gillian Beer
David Bellos
Richard Berengarten
Charles Bernstein
Sujata Bhatt
Mario Biagioli
Jean Boase-Beier
Elleke Boehmer
Eavan Boland
Stephen Booth
Alain de Botton
Carmen Boulossa
Rachel Bowlby
Svetlana Boym
Peter Brooks
Marina Brownlee
Roberto Brodsky
Carmen Bugan
Jenni Calder
Stanley Cavell
Sampurna Chattarji
Sarah Churchwell
Hollis Clayson
Sally Cline
Kristina Cordero
Drucilla Cornell
Junot Díaz
André Dombrowski
Denis Donoghue
Ariel Dorfman
Rita Dove
Denise Duhamel
Klaus Ebner
Robert Elsie
Stefano Evangelista
Orlando Figes
Tibor Fischer
Shelley Fisher Fishkin
Peter France
Nancy Fraser
Maureen Freely
Michael Fried
Marjorie Garber
Anne Garréta
Marilyn Gaull
Zulfikar Ghose
Paul Giles
Lydia Goehr
Vasco Graça Moura
A. C. Grayling
Stephen Greenblatt
Lavinia Greenlaw
Lawrence Grossberg
Edith Grossman
Elizabeth Grosz
Boris Groys
David Harsent
Benjamin Harshav
Geoffrey Hartman
François Hartog
Siobhan Harvey
Molly Haskell
Selina Hastings
Valerie Henitiuk
Kathryn Hughes
Aamer Hussein
Djelal Kadir
Kapka Kassabova
John Kelly
Martin Kern
Mimi Khalvati
Joseph Koerner
Annette Kolodny
Julia Kristeva
George Landow
Chang-Rae Lee
Mabel Lee
Linda Leith
Suzanne Jill Levine
Lydia Liu
Margot Livesey
Julia Lovell
Laurie Maguire
Willy Maley
Alberto Manguel
Ben Marcus
Paul Mariani
Marina Mayoral
Richard McCabe
Campbell McGrath
Jamie McKendrick
Edie Meidav
Jack Miles
Toril Moi
Susana Moore
Laura Mulvey
Azar Nafisi
Paschalis Nikolaou
Martha Nussbaum
Sari Nusseibeh
Tim Parks
Molly Peacock
Pascale Petit
Clare Pettitt
Caryl Phillips
Robert Pinsky
Elena Poniatowska
Elizabeth Powers
Elizabeth Prettejohn
Martin Puchner
Kate Pullinger
Paula Rabinowitz
Rajeswari Sunder Rajan
James Richardson
François Rigolot
Geoffrey Robertson
Ritchie Robertson
Avital Ronell
Élisabeth Roudinesco
Carla Sassi
Michael Scammell
Celeste Schenck
Sudeep Sen
Hadaa Sendoo
Miranda Seymour
Mimi Sheller
Elaine Showalter
Penelope Shuttle
Werner Sollors
Frances Spalding
Gayatri Chakravorty Spivak
Julian Stallabrass
Susan Stewart
Rebecca Stott
Mark Strand
Kathryn Sutherland
Rebecca Swift
Susan Tiberghien
John Whittier Treat
David Treuer
David Trinidad
Marjorie Trusted
Lidia Vianu
Victor Vitanza
Marina Warner
David Wellbery
Edwin Williamson
Michael Wood
Theodore Zeldin

Associate Editor: Jeff Barry
Associate Editor: Neil Langdon Inglis
Assistant Editor: Ana de Biase
Assistant Editor: Sophie Lewis
Assistant Editor: Siska Rappé
Art Consultant: Angie Roytgolz

 
Click to enlarge picture Click to enlarge picture. La muerte y las aves by María Teresa Andruetto  

 

No son más que pollos, con sus miradas estúpidas
de pollos y sus ilusiones de grandeza.

J.M.Coetzee


Matar es una tarea desagradable para quien cría aves. No debemos olvidar que un corral es una comunidad y cada gallinero una célula social con ponedoras, batarazas y gallos para consumo, aunque algunos inspectores se hayan convertido en vegetarianos. Hay individuos que sólo pretenden obtener huevos y crían ponedoras a las que dejan morir de viejas, pero también están los que esperan la ocasión propicia para que algún gallito cacareador sea sacrificado o entregado a un tercero para que lo sacrifique.

Sé que hubo un tiempo en que el gallinero era alegre, sin brumas, y las aves permanecían mudas, horas enteras mirando sin chillar. Eso era antes, pero ni antes ni ahora, lo de vegetarianos fue nuestro caso; nos alimentamos de carne y no de hipocresía, de modo que pase lo que pase matamos nosotros.

Matar es una tarea complicada desde el punto de vista técnico, porque debe buscarse el procedimiento más eficaz, más rápido e indoloro que esté al alcance del verdugo. Personalmente, me inclino a pensar que la decapitación es lo mejor, porque asegura una muerte con la menor cantidad de consecuencias tanto para la víctima como para el victimario y estoy seguro de que, de todas las modalidades posibles, los venenos y las inyecciones son los más cómodos e indoloros, pero denotan cobardía de parte de los ejecutores.

Leña del árbol caído. Antes, ahora y antes, eso es lo que hicimos y no supimos o no pudimos animarnos a más. Habría dejado satisfechos a unos cuantos que se hubiera destruido lo que estaba en pie, pero nada se derrumbó, porque, en medio de todo, supimos mantener las cosas como se debía. Fuimos nosotros quienes lo hicimos, y entre nosotros los pioneros, aquellos que nos enseñaron los principios de la avicultura. De modo que no fue mía la idea, yo sólo fui uno de tantos, un eslabón en la infinita cadena de cazadores de aves.

Hubo un tiempo en el que explorábamos métodos y nos ajustábamos a eso, pero siempre preservamos un espacio para la improvisación. Hoy no nos arrepentimos de nada, hemos actuado de manera de hacer lo necesario y lo posible, golpes secos, quiebre de columna vertebral, inyecciones o lanzamientos contra un árbol, no otra cosa.

Me gustaría que quedara claro: cada uno de nosotros hizo lo que era mejor para todos. Sangraban aquellas aves y tenían sus razones, porque era nuestro el deber de aniquilar lo que habitaba en los corrales. Tres días de trabajo dan buenos resultados, tres días desplumando, hasta que todo se termina. Nadie pide disculpas ni tiene por qué pedirlas, aunque las noticias, a veces, no sean buenas. Tampoco se arrepiente nadie de nada, no da esa impresión, sólo se tiene, al terminar la tarea, un leve desconcierto que siempre es mejor que no sentir nada.

Se trate de una u otra modalidad, matar requiere de cierto orden. No se puede decir que da placer, más bien se trata de un acto necesario, de un sacrificio: detestamos hacerlo, pero alguien tiene que hacerlo. Con la fiebre aftosa, por dar nada más que un ejemplo, esa fiebre que todavía no concluye, en la televisión pudo verse una hecatombe. Cuatro millones de vacas sacrificadas de cualquier manera, cada animal ejecutado con un tiro en la cabeza y sangre por todas partes. Pero a nosotros no nos sorprende. Con menos repercusión mediática, también hemos pasado lo nuestro. No aceptamos calumnias ni degradaciones, no sería justo. Yo por lo menos, no lo voy a permitir.

A la hora de los traslados, hay que tener en cuenta que algunos pollos están muy débiles, y entonces hay que considerar detalles como el dolor, la enfermedad o el hambre. Sobre todo el hambre. Y el miedo. Se hacen muchas cosas por miedo. Pero volvamos a los gallineros: están en las afueras, lejos, en lugares seguros. Recuerdo bien aquellos días, a veces debíamos parar la carga o la matanza, tanta era la excitación; hoy parece que se tratara de alucinaciones, pero sucedió, y todo lo sucedido ha quedado grabado en la memoria, como un cintillo de bodas.

Los trasportábamos desde los corrales hasta el río. A veces se nos mezclaban los días y las noches porque vivíamos como ellos, sin almanaque, ni reloj, ni luz del sol, como borrachos o anestesiados. En ocasiones alguno chillaba o salía corriendo y había que ir tras él hasta cortarle las alas, pero la mayoría se quedaba ahí, sin hacer nada. En punto muerto. Con la fiebre aftosa, que todavía no concluye, en la televisión se ven esas imágenes de animales achicharrados. Ya son casi cuatro millones de reses sacrificadas, cada una ejecutada con un tiro en la cabeza. Sangre por todas partes. Nosotros en cambio obrábamos con eficacia y con higiene y no dejábamos restos, porque no nos gustaba ni nos gusta contaminar el aire ni el suelo. Los llevábamos al río, para alimento de los peces, o hacíamos un pozo y los metíamos ahí. Cientos de bestias. Las matábamos con el rifle sanitario, que es un rifle que no hace ruido, y las cargábamos en los furgones o las enterrábamos ahí mismo.

Conozco a todas las gallinas del gallinero, las distingo por el color, el porte o la conducta. A veces incluso puedo llegar a encariñarme con alguna, de modo que el gesto de separarles la cabeza de un golpe de machete me resulta un poco perturbador. Lo hago habitualmente sobre un tronco en el que he clavado un punzón para atar con una soga la cabeza, en un nudo que se hace con suavidad, sin apretar ni tironear demasiado para que el cuello quede expuesto en relación al resto del cuerpo. Así el golpe no puede fallar. Es un trabajo ideal para una dupla: después de atrapar a la víctima semidormida, uno le aferra ambas patas, mientras el otro saca el cuchillo o lo que sea. Esta última es mi función. Desde luego, los más baqueanos usan otros métodos. Eso sí, lo mejor es trabajar en serie, porque aliviana los esfuerzos. Cierta vez tuve que pedirle a un discípulo que me ayudara a degollar cuarenta en una mañana. El no estaba acostumbrado, sostenía a los animales por el cuello pero trataba de apartar la vista del lugar del corte. Le expliqué que tampoco para mí era fácil. El que no grita, sale corriendo y el que no sale corriendo se queda sin hacer nada. Así es como todo termina en punto muerto. Le dije que a veces recuerdo un perfil en el momento de descargar el hachazo, o el único ojo con que puede mirarse a la víctima, su expresión de terror, sin entender o sin aceptar que le ha llegado la hora, como a tantos. Puede también que quede en la memoria el olor de alguien, el calor de los cuerpos, la superficie rugosa de las patas, los movimientos convulsivos, un párpado que se cierra para siempre. Después hay que desangrar, destripar, destrozar. Claro que la experiencia es siempre parcial; al fin y al cabo, uno no es más que un simple ejecutor, un brazo armado de la comunidad y es por eso que la comunidad facilita las armas y valora las acciones que se ponen en marcha.

Es así como es en la granja. Llegan los perros y comen las nutrias o las vizcachas o las aves. Llegan los de policía ambiental y matan a los perros y a los tigres. Sesenta en una tarde. O cien, lo mismo da. Los más avispados llaman a la policía diciendo que son tigres. Pero son perros, agazapados esperando que vuelvan. Es como es en los corrales de este lado del mundo. Para los que viven estas experiencias por primera vez, quizás el hecho resulte un poco abrumador, debido a la diferencia que existe entre matar porque sí y matar porque es necesario. Pero para nosotros que conocemos lo que es la necesidad, las cosas se vuelven poco a poco más sencillas y entonces acomodar aves en las góndolas, salir de vuelo o dar explicaciones sobre la avicultura son aspectos de una misma misión.