Sentada al lado de Sophie, Morgana contempla las oscilaciones ligeras y precisas de su pincel. Le maravilla ver cómo sus trazos reproducen los movimientos del mar, descomponiéndolos, domesticándolos. En su tela todo encuentra un sitio: el color ceniciento del cielo que se aleja, la textura de la arena y del agua, las botellas que las olas han arrastrado de algún lugar lejano hasta la orilla. Los ojos de un observador desatento tal vez no advertirían la relación entre el paisaje que tienen al frente y el dibujo de Sophie, porque sus tonalidades y formas vivas están siempre teñidas por los vaivenes de su interior. El mundo externo puede ser el punto de partida, pero el de llegada es siempre ella misma. Morgana ha ido descubriéndolo de a poco, a través de la vigilante observación de sus dibujos y pinturas.
Hace ya varias semanas que Diego anunciaba que las traería al mar, pero siempre surgía algo: una reunión de emergencia, una nueva arremetida de la derecha, una toma intempestiva. Ahora lee recostado sobre la arena a unos pocos metros de donde ellas se encuentran. De tanto en tanto la observa, y cuando sus ojos se cruzan, él enseguida aparta los suyos, como si se hubiera topado con una luz incandescente, echando a andar así, el sutil arte de las miradas.
Es una tarde fría de domingo y los habitantes del pueblo encienden sus cocinas a leña. De sus techos dispares montan humaradas grises hacia el cielo que vibra. Morgana conoce bien el mar. De niña vivió en una isla española, en un mundo protegido y provinciano que la carrera diplomática de su padre desbarató muy pronto. Cuando ella les contó de su infancia insular, Diego propuso que pasaran los tres juntos un fin de semana en una playa.
En la orilla las olas se estrellan, se abren, se deshacen en inocencia, mientras que en el fondo, el océano ruge. Fue en el mar que Morgana dio sus primeras brazadas, que descubrió la levedad de su cuerpo, las placenteras lancetas que recorrían su piel al contacto suave del agua.
- ¿Les gustaría caminar un poco?- pregunta Diego.
Ambas lo miran y ríen. Diego se ha revuelto tanto la cabeza que su pelo está enhiesto, lleno de arena, como el de un vago o el de un loco pronto a desatar su delirio.
- Primero has algo con tu cabeza- bromea Sophie.
Diego se levanta y sacude su pelo con ambas manos. El resultado no es mucho mejor. Todos sus gestos están dotados de firmeza y elegancia, una seguridad que se instala en Morgana, provocando en ella el deseo de tocarlo.
-Yo prefiero seguir con esto -dice Sophie.
Morgana se queda pensativa, como si sopesara su proposición.
- A mí me gustaría mucho- anuncia.
Caminan en silencio hacia el promontorio al cual conducen las dunas. Morgana va un poco más adelante, la vista fija en el suelo para no dar un mal paso con sus pies calzados de sandalias. Se levanta el viento, el cielo circula, las nubes se expanden y sus contornos desaparecen con rapidez.
- ¿Sabías que fue en una playa similar a ésta donde Darwin hizo parte de sus estudios para llegar a la teoría del origen de las especies?- le pregunta Diego.
Morgana se detiene y niega con la cabeza. Diego presiona su cintura instándola a continuar. Es un contacto tan perentorio como fugaz, que deja en su piel el rastro de sus dedos.
Ahora los dos avanzan enérgicos y Diego continúa hablando. Faldones de viento se deslizan por sus rostros. Morgana se vuelve a mirarlo, pero su largo pelo rizado se levanta sobre su cara limitando su visión.
-Si recorres la distancia que hay entre el mar y el bosque, te encontrarás con múltiples formas de vida. Desde organismos unicelulares hasta mamíferos. Darwin los estudió a todos, y concluyó que había una relación directa entre las formas de vida primitivas y las sofisticadas.
Mientras suben a la duna más alta, Diego va señalando diferentes especies de plantas que acrecientan su complejidad a medida que se alejan del mar. Al llegar a la cima del montículo, se detienen. Abajo divisan a Sophie con sus pinceles y el tablero de dibujo sobre sus rodillas. Los colores radiantes de su falda refulgen en la superficie de la playa.
- Morgana- dice Diego y luego se detiene. Ella lo mira y aguarda a que continúe. - Ya lo sabes, te lo he mencionado antes, pero aún así nunca está de más volver a decírtelo. Para nosotros ha sido muy bueno tenerte cerca.
- ¿Para ambos?
- Claro, para ambos.
- Supongo que debes estar más tranquilo cuando pasas la noche fuera, sabiendo que ahora Sophie tiene a alguien que la acompañe.
Lo dice sin afán de reprimenda, pero con la firme convicción de conducirlo a un lugar donde no han estado antes.
- Suenas como si te tuviera de celadora de mi hija- observa en un tono burlón.
- ¿No es eso? ¿Entonces qué?- Ante su pregunta, Diego la mira sonriendo y mueve la cabeza a un lado y a otro-. Porque a mí tú me gustas mucho, ¿sabías?- declara ella.
- Nunca te he pensado como una guardiana de Sophie. Me gusta verlas juntas, tú le insuflas un optimismo que ella nunca ha tenido.
- Parece que no fui clara, o no me oíste, o no quieres oírme. A mí de verdad tú me gustas mucho, Diego- dice mirándolo con fijeza, de una forma que sabe no admite segundas lecturas.
A pesar de tener plena conciencia de aventurarse en un terreno del cual puede salir humillada, decide que aun cuando Diego la rechazara, siempre tendrá sobre él la supremacía de su juventud. Diego palmea su hombro suavemente, como se hace con los niños cuando han dicho una brutalidad que resulta divertida.
- No digas eso - señala con una expresión seria.
-Tengo veintidós años. No soy ninguna niña.
- Y yo cuarenta y dos.
- No te gusto, ¿verdad?-. Su expresión es desafiante.
Un aroma a yodo los alcanza y luego recula cuando las olas se recogen en el mar Pacífico. Diego se frota el rostro. Tarda unos segundos en responderle.
- Por supuesto que sí. Eres una persona muy linda. Además, Sophie te quiere mucho.
- ¿Una persona o una mujer?- pregunta agresiva y magnífica. Luego de dos o tres segundos agrega: - ¿Y qué tiene que ver Sophie con lo que dije?
- Una persona y una mujer- responde Diego. Hace una pausa y luego continúa -. Deberíamos volver. Sophie ya debe tener frío.
En la ribera los tejados continúan liberando sus humaradas lentas y grises. Remontan, dibujan figuras, y luego se unen a las partículas de cielo.
- ¿No quieres llegar hasta el bosque?- pregunta Morgana echando a andar hacia ese destino sin esperar su respuesta.
Diego, con una expresión resignada, la sigue. Morgana continúa subiendo sin mirar atrás ni romper la atmósfera de danza que sabe emana de su cuerpo. Recoge con una mano su falda colorida y ligera como la de Sophie. Alcanza el bosquecillo y lo espera en un peñón, sentada sobre la hierba. Abajo se extiende el mar. Desde la atalaya, escucha la respiración de Diego, agitada por el esfuerzo. Su cabeza inclinada habla de tiempo vivido. Morgana piensa que con el paso de los años, el cuerpo y el alma se fatigan. Y cuando esto ocurre, alma y cuerpo -a veces increpándose el uno al otro- empiezan a transitar por lugares conocidos para no perderse ni dilapidar esfuerzos en intentos fallidos. Ya reconoce la limitada geografía de Diego, los caminos que recorre, un mapa que quedó fijado hace tiempo, y que él no hace más que reproducir. Lo ve en su lenguaje, en la construcción de sus frases, en sus énfasis, en la forma siempre igual de abordar las circunstancias, cerrando los ojos, apretando los dientes, guardando la calma y continuando. También sus conquistas siguen un trazado. Es Sophie quien la ha instruido en esto. Y ambas ríen, ríen de lo previsible que puede llegar a ser Diego. Sin embargo, hay un espacio que ni sus risas ni sus miradas alcanzan, esa cabeza gacha que avanza hacia ella con resolución, esa mente que por un segundo se ensancha, desatando impulsos y fantasías prohibidas, un aspecto ignoto y vergonzoso, indigno de él, que Morgana presiente, que la excita y que la aviva a continuar. Lo corroboró en sus dedos que quisieron quedarse más tiempo en su cintura, pero que él doblegó con su voluntad.
Diego se sienta a su lado, no lo suficientemente próximo sin embargo, como para que sus cuerpos se toquen. Toma una gruesa rama del suelo y la despoja con calma de sus hojas. En el espacio que dejan sus pantalones de pana y sus zapatillas, aparecen los vellos negros y ensortijados de sus piernas. Concentrado en su labor guarda silencio. Tras sus gestos precisos Morgana intuye un hombre inquieto y apasionado.
-Tienes veintidós años, pero pareces saber más que yo de algunas cosas- observa de pronto, sin mirarla.
-¿Como qué cosas?
- Como por ejemplo, obtener lo que quieres- precisa con firmeza y calma, al tiempo que parte en dos la gruesa rama ya desnuda. Escuchan el graznido de las gaviotas a lo lejos. El mar es plomizo y por ratos bullicioso, cuando las olas crecen y se estrellan contra las rocas.
- Tú no lo haces nada mal -ríe Morgana. Extiende las piernas que sabe firmes y satinadas, como la piel de una montura-. ¿Y Paula?-, pregunta de pronto.
- Entró en su quimioterapia- – murmura él, llevándose la mano al hoyuelo de su barbilla-. He intentado visitarla pero a ella no le gusta que la vean enferma y desvalida. Ha perdido el pelo.
- Es la primera noticia que tengo de su enfermedad. Sophie no me lo había comentado- exclama alarmada.
-Tal vez por respeto a Paula- señala Diego.
- Vamos, ¿Lo has intentado lo suficiente o te mueres de miedo de verla así?
-¿Por qué eres tan insolente? Debieras empezar a medir tus palabras - la recrimina apretando los labios y mirándola con severidad.
- Vaya, lo siento.
Diego vuelve los ojos hacia el mar sin responderle. El triángulo blanco de un velero se recorta sobre la superficie grisácea del cielo.
- Disculpa, en serio- insiste Morgana y pone su mano sobre su muslo-. De verdad no quise decir algo tan rudo. Solo quería provocarte.
No sabe por qué ha dicho esto. A la vez que echa a andar el mecanismo de la seducción revela su forma de funcionamiento, destruyendo toda su efectividad.
Diego sonríe. Morgana no retira la mano que sigue posada sobre su pierna y Diego no hace nada por evitarla. Siente el impulso de besarlo pero se contiene.
- De niña me gustaba mirar los veleros que en el verano llegaban a la bahía de todas partes del mundo- dice señalando el bote a vela que aún persiste en el horizonte.
Cuando se voltea a mirarlo descubre sus ojos ambarinos fijos en ella. Tienen un brillo donde cree encontrar el deseo y la contención.
- Estuve investigando. La isla donde naciste es muy bella y tiene una historia increíble.
- ¿Verdad?
- Claro que sí, pero eso tú tienes que saberlo.
-.No, tontito, yo sé que es preciosa, me refiero a que estuviste investigando.
La idea de que él le hubiese robado a sus frenéticas actividades un tiempo para pensar en ella, la llena de alegría. De pronto Morgana se encuentra aproximando sus labios a los suyos. Al principio nota su desconcierto, la rigidez de sus músculos, una resistencia que no alcanza a ser tan evidente como para detenerse. Pero aún así, él no hace nada por avanzar en ese trémulo contacto. Hasta que siente su mano sobre su rostro y entonces sus lenguas se entrelazan, se buscan con avidez, recorriendo la superficie estriada y cálida donde habita la otra. Hay algo familiar en este encuentro, pareciera que sus lenguas han estado juntas en otro tiempo, y en cada ondulación vuelven a reencontrarse, a reconocerse.
Apoyado en uno de sus codos, Diego la mira. Morgana distingue el velo gris del deseo que cubre sus pupilas, exacerbando ese viso demente que distinguió la primera vez en ellas y que en lugar de disuadirla, la excita, porque esos ojos, que no están enfocados en ningún punto pero a la vez lo están en todas partes, tienen el ímpetu para llegar a cualquier sitio. Diego se saca el sweater y lo extiende en la superficie dura y pedregosa. Morgana se echa sobre él. En cada movimiento se levantan nubecillas de polvo en el aire claro y frío. Morgana estira los brazos hacia atrás y él toma sus dos manos, aprisionándola, imposibilitándole cualquier forma de movimiento. Ella no se resiste, sus músculos ceden, al tiempo que otros, más recónditos, se tensan alertas. Vuelven a besarse. Siente la barbilla áspera de él que raspa la suya. Una vez más sus lenguas se buscan, exultantes de estar juntas, una sobre la otra, una bajo la otra, una enlazándose a la otra, encendidas y gozosas, como si extraviadas por demasiado tiempo en bocas de otros, hubieran por fin hallado su lugar de pertenencia.
No sabe cuánto tiempo transcurre. Siente las manos de Diego que recorren ansiosas sus muslos bajo su falda, sus muslos fuertes de nadadora. Ella libera una de sus manos y presiona su sexo erecto por sobre su pantalón. Lo comprime. Lo escucha gemir. Él cierra los ojos. En su boca entreabierta su lengua se encrespa, como si buscara otra vez el contacto de la suya.
Se unen en un abrazo. Respiran en el oído del otro. Sin desprenderse, los dedos de Diego continúan su ritmo, ya no en sus profundidades, sino que en el centro mismo del placer. Besa su cuello, se pierde en la oquedad que deja el hueso de su hombro, busca su boca con urgencia y la encuentra. El aire caliente de sus fosas nasales se estrella contra sus ojos. Él no ceja en sus movimientos que se hacen más hondos, más acompasados, y ella tampoco en la presión que ejerce sobre su sexo.
La curva del sol desaparece en la línea lejana del horizonte. El tiempo que los azuza. Morgana emite un gemido apagado, temiendo acaso que su voz llegue a oídos de Sophie, allá lejos, sentada en la playa con su tela en las rodillas y sus pinturas sobre la arena.
Diego se abre el pantalón y con rapidez y en un par de sacudidas, acaba con un rugido profundo y largo. Morgana lo mira atenta y siente ganas de tocarse, pero en lugar de eso mira las nubes oscuras y alertas que se reúnen en el centro del cielo a gran velocidad.
Ambos están ahora tendidos de espaldas. La conciencia de Morgana se ha adormecido, mientras sus entrañas, todavía cálidas, laten despacio, como si Diego aún la tocara. Las gaviotas, en bandadas, graznan desde las alturas.
- Para los japoneses la palabra “sensación” es un invento occidental. Detestan su vaguedad- declara Diego después de un rato.
- ¿Por qué piensas en eso ahora?
- No sé. Tal vez porque lo que pienso está muy lejos de la vaguedad de las sensaciones.
Su expresión se ha endurecido y despide destellos similares a los de la superficie del agua a lo lejos. Los graznidos de las gaviotas parecen adquirir un tono trágico, como si su despedida del sol fuera definitiva.
- Lo que pienso- continúa Diego-, es que esto no debió ocurrir nunca. Debí impedirlo. - Habla sin mirarla, con los ojos puestos en las alturas -. Lo siento, Morgana.
-¿De verdad lo crees así, que esto no debió ocurrir?
- Sí, lo creo.
Morgana guarda silencio. También Diego. No hay sonidos, ni siquiera el de los pájaros. La playa parece haberse vaciado de todo vestigio de vida.
-¿Entonces, por qué seguiste?- pregunta Morgana.
- No sé. De verdad que no lo sé-. Luego de una pausa agrega - Bueno, tal vez porque eres linda.
-Porque te gusto ¿verdad?
-Por supuesto. Eres una mujer inmensamente deseable, demasiado quizás.
-Entonces…
-Eso no es suficiente.
Ella se reincorpora, se toma de los codos y niega con la cabeza.
- ¿Que un hombre y una mujer se deseen no es suficiente para que ocurra lo que ocurrió? De verdad no lo entiendo. Lo que tú temes es a lo que Sophie pueda pensar, o decir, o sentir. Temes que yo me enamore de ti, y no quieres hacerme sufrir, porque me tienes cariño. Y en última instancia, tienes miedo de enamorarte, y que para mí todo esto sea un juego de niña.
- Es mejor que regresemos- señala Diego al tiempo que se reincorpora.
Morgana se pasa los dedos por el pelo y se aclara la garganta.
- ¿No vas a decirme nada?- pregunta.
- Mira esto- señala Diego después de unos minutos, sosteniendo en su mano la caparazón de un caracol -. Es una especie muy rara. Darwin habría estado fascinado de encontrarse con ella.
- ¿No vas a responderme nada? – repite con la voz quebrada.
Morgana intenta ahogarlas, respirando fuerte, apretando los párpados, pero las lágrimas no tardan en acumularse en la comisura de sus ojos. No entiende por qué llora. No siente tristeza, ni rabia, no siente nada, pero las lágrimas caen por sus mejillas, como si provinieran de otros ojos.
Con un moviendo suave Diego la insta a reclinar su cabeza sobre su pecho.
- !Diego, Morgana! – escuchan a lo lejos la voz de Sophie.
- Tú y yo somos lo único que tiene Sophie ahora - concluye Diego desprendiéndose de ella-. Tenemos que volver.
Morgana observa los colores dorados del atardecer que tiñen el agua y la arena, intentando apaciguar sus sentimientos. Piensa que hubiese querido vivir esos instantes con la liviandad, el arrebato y el goce con que llegó hasta ahí, y no con esas lágrimas ridículas, ni la mención de Sophie, dolorosa y cargada de realidad.
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