1
Periferias
Creed en mi y seré la sombra que corrompa tu alma desprovista, dicen sus palabras.
MADRE, lo he aprendido todo de ti… me haces perder la cabeza.
Madre, no detengas nuestro viaje, galopemos como antiguas yeguas batidas al viento sin otro poder que la unión de sangre y luna. Madre, no me hables de la incoherencia y déjame susurrarte en los oídos el dulce abandono que nos hicieron conocer. Nos hemos vuelto hermosas, no podremos huir de nuestros derrames. Madre ¡No! Nunca dejé de contemplarte. No vayas tratando de decir que serías inocente, inconsciente, inconsecuente, inconsistente. No me hagas caer en esta oculta admiración. Déjame libre y no evidenciaré nuestra atadura. Jamás huir de tus brazos extendidos. Te he traído esta cuna de pétalos. Madre ¡No! cómo odio este espacio vacío y a la vez repleto. Inesperado, autista, incapaz.
Desaparecer...
Podría ser un buen comienzo, piensa.
Piensa que pudo ser ese día y no otro. Cuando regresaba a casa pegado el cuerpo a una brisa de noche y de caminatas, adherida de lloviznas y de pensamientos inconclusos. Fue en ese ambiente organizado y desde un estado corporal específico que sintió que podía hacerlo.
Aún contra una realidad punzante que la incomoda todo el tiempo, Sofía escribe. En un entramado caótico y complejo, hipnóticamente atraída por los movimientos que aparecen en la pantalla, sistemática ejecuta a grandes trazos una composición imprecisa.
Piensa. Irremediablemente lo hace.
Mental se instala cada día frente al computador y desde allí elabora sus retazos. Su mente adiestrada le permite habilitar zonas para que algunos brillen y otros se hagan más difusos.
En ocasiones se piensa Cyborg y desaparece realidad-ficción entre las múltiples esferas. En otras, incorpora lo inquietante, seducida por espacios donde quisiera fugar, diluirse.
Sofía desliza las manos sobre el teclado del Notebook. Sus dedos se ejercitan con suavidad. Durante más tiempo del que recuerda la presión se marca sobre los bordes de esa otra piel que la confirma en su naturaleza biológica.
Endereza la espalda y desliza el brazo derecho sobre la cubierta de vidrio. Al tocar la superficie se le viene a la mente la vieja Underwood heredada de su padre. Recuerda su sofisticado diseño, estilo automóviles años treinta.
Tendría unos quince años cuando recibió la máquina, herencia de al menos dos generaciones de hombres de su familia.
Por instantes, revive la fuerza con que golpea las yemas de los dedos sobre el teclado, cuando los textos casi desaparecen bajo la gastada cinta. La textura espesa del corrector, siempre a punto de secarse. La compulsión por corregir letras y palabras y después… sacar la hoja y sacar la hoja y los papeles arrugados.
Lejos de las letras a mano y los borrones con lápiz Bic o carboncillo sobre los cuadernos estaba claro que aquella máquina le permitiría notables avances.
Recuerda la dificultad de todo ese proceso. Los adiestramientos a los que debía someterse, su rigor para corregir directo sobre las hojas hasta que consigue su primera página impecable, tal como el original de un libro que algún día escribirá.
Su mano busca la calidez del plástico, se acopla al mouse. Repasa el abismal contraste entre las livianas teclas y las de un siglo atrás. Piensa en máquinas. En las elaboradas tecnologías de la comprensión que, con astucia, domestican cuerpos bajo rigurosas ergonomías para el acople. Sabe que muy pronto sus órganos adoptarán la posición que le permitirá entrar en el estado de las cosas.
Doble click. Logra entrar en los recuerdos.
Seca su boca y agitada por dentro, una bestia busca aproximarse contra las superficies –escribe. Sometidos a una punzante violencia el cuerpo colapsa, simplemente se quiebra.
Obsesionada con la biología, desde muy niña Sofía se empecinó en entender el comportamiento de los órganos y de todos esos mundos internos desconocidos. Imaginaba todo tipo de fluidos y materias circulando por los cuerpos sellados.
“La corteza cerebral es la nueva y más importante zona del cerebro humano que recubre y engloba sus más arcaicas genéticas”. Lee en uno de los archivos. “Esas regiones primitivas del cerebro no han sido eliminadas, permanecen debajo de otras pieles de células aún activas, sin ostentar ya el control indisputado del cuerpo”. En el documento dice que la neo corteza cerebral no solo es el área más accesible sino que la más distintivamente humana, y que la mayor parte del lenguaje, imaginación y creatividad, provienen de esas regiones cerebrales proporcionando a la vida emocional una nueva dimensión.
Contra una realidad punzante que la incomoda Sofía escribe. Escribe todo el tiempo en un mismo archivo. Aparte, clasificados en carpetas por fechas, temas, lugares, fotografías, guarda otros que con los años se han ido acumulando.
Conectada, se aferra a la idea de un gran mapa apocalíptico que se extiende hasta perderse en el tiempo.
Se vive el vértigo de los accesos, de los potenciales intercambios. Son espacios donde se elaboran y reelaboran los múltiples discursos. Expresiones de procesos cerebrales iniciados varios cientos de miles de años atrás se acumulan a alta velocidad –digita. Cuerpos-mentes-fluidos, son impulsados como fuerzas productivas contra la pantalla.
Un extrañamiento la empuja a merodear en sentidos complejos que se imprimen traspasando la superficie del tejido que es la lengua. Una fuerza la obliga al extravío. Su imagen es la fuga. Se imagina como una pieza más de la amalgama compuesta por todos esos cuerpos que intentan contra la falla. Una máquina fantástica, compuesta de millones y millones de células que modificadas estallan contra la superficie.
Las escenas se repiten en diversas combinaciones bajo su mirada de testigo. Repasa los acontecimientos. Capas que irá poniendo unas sobre otras, aun cuando los tiempos no siempre coincidan y la comunicación se interrumpa. A veces no sabe qué es real y qué no, entonces acude a registros más precisos y a todo aquello que guarda del mundo exterior para componer las historias que imagina.
La mayor parte de las veces se comunica con otros que al igual que ella se disipan en los múltiples intercambios, pero con los años ha aprendido a controlar muy bien los tiempos y definir el preciso instante en que las palabras se vuelven inútiles.
Doble click, ya está fuera de la red. Su tiempo nuevamente a salvo. Son momentos de una vida, la suya, momentos que no quisiera dejar escapar. Desde el cuerpo, siempre desde el cuerpo, se habita el pequeño porcentaje de tierra. Piensa. Las peleas casi a golpes para confirmar la autoridad. Las pequeñas rencillas por la comida, los objetos, las defensas, los alegatos y los golpes. Siempre los golpes.
Sofía oprime comando S, el archivo se guarda. Lo cierra. Se estira y bosteza. Toma un manojo de llaves. Se levanta y en la cocina se prepara café negro. Abre las puertas de la despensa. Chequea. Suficiente cantidad de alimentos, enlatados, legumbres y no perecibles; muchas cajetillas de cigarrillos y tarros de café; cajas apiladas con botellas de agua en abundancia.
Según artículos científicos disponibles en las redes se sabía que el agua corriente de las cañerías contenía peligrosas sustancias. Desechos industriales tóxicos como fluor que afectaban a personas con enfermedades crónicas, diabetes, cardiopatías y otros males; elevados niveles de litio, también utilizado para tratar algunas enfermedades psiquiátricas. Advertían que el agua podía contener niveles de arsénico que, más que cualquier otro elemento, aumentaba el riesgo de enfermedad y muerte. Se sintió aliviada al saber que, por la forma en que los organismos procesan, los decesos se producían más de trescientas veces en hombres que en mujeres. En definitiva, el agua, un bien de consumo indispensable para la vida, ahora estaba en peligro.
Sofía toma una botella y la destapa. Llena un vaso. Abre un frasco de vidrio y saca un puñado de almendras, se las echa a la boca.
Vuelve al computador. Enciende un cigarrillo.
Treparía el pequeño cuerpo anidado apenas tres días atrás, ascendiendo porfiadamente como un insignificante resorte de vida. Caería en gotas su sangre efímera lejos de aquel vientre donde no existe siquiera una posibilidad –escribe.
Se vive en estado de alerta. Piensa.
Su casa está vacía y es noche, tan noche, y en esa exquisita soledad, sabe que aquellos textos podrían repetirse durante mucho tiempo de un modo irreparable.
Se desconecta. Apaga el computador. Tendida sobre la cama, las ideas flotan en su cabeza. Muy pronto se duerme.
Como una autómata, Sofía ejecuta los mismos rituales. A las siete de la mañana se despierta con el sonido de la alarma. Semidormida apaga con dificultad el celular donde programa su tiempo. Al entra al baño se mira en el espejo que, implacable, irá registrando las modificaciones en su biología, la precisión con que el tiempo se acumula en las células y tejidos.
Al transitar por las historias sus preguntas se multiplican.
Piensa en todas las casas que antes habitó, en todos los espejos y la vida de ese cuerpo suyo que la ata al mundo en su insignificancia.
Antes de fumar el primer cigarrillo enciende el computador y se conecta a la máquina. Confirma que todo esté en orden y se prepara café. Es una adicta, en menos de un día puede llegar a diez. Adicta, vuelve al estudio y se instala frente a la pantalla.
Anclada a los dispositivos merodea entre lo micro y lo macro.
Piensa, siempre lo hace, su cabeza nunca se aquieta.
Entre Alemania y Chile hay seis horas de diferencia. Ella dice.
Alguna vez tuvo una intuición.
Ella dice. Siempre dice lo que siente, lo que le pasa. Él dice que es así, sin decir. Ella dice que no importa, dice que prefiere imaginar. Es lo que recuerda.
Sofía se detiene en ese punto.
Enciende otro cigarrillo.
Luego, de un sorbo traga su medicamento. Uno al día, siempre por las mañanas. Ciclotimia fue el diagnóstico del médico tratante. Una píldora de 100 mg. nivela los desequilibrios en el ánimo.
El psiquiatra le entrega una receta.
–No puedes dejar de tomarlo de un día para otro –advierte. Si lo haces, debes ir bajando lento la dosis para evitar los molestos efectos de la retirada, temblores, sudoración, alteraciones en la piel. No hay para qué si puedes evitarlos ¿O no? –dice y sonriendo palmotea uno de sus hombros.
Sofía jamás lo olvida. No después de aquella experiencia que la tuvo fuera de todo y con la cabeza suspendida.
“El tranquilizador” sangraba a los dementes para eliminar el exceso de sangre en su cabeza y sanar el mal. Existencias sin vida, cuerpos encadenados, para ajustar sus tuercas y que mejoraran. Seis millones de judíos arrastrados de golpe, más de veinte millones de soviéticos. El deseo de control. Otras minorías desaparecen por millones en el siglo de las promesas –escribe. Años después, la industria de los fármacos produce sujetos enfermos. Sujetos que se resisten, condicionados bajo el control inagotable de las disciplinas y los especialistas.
¿Será posible establecer nuevas formas de control para las máquinas carnívoras? Piensa.
Melancolía. Psicosis. Histeria. Neurosis. Trastornos del ánimo. Mil millones de seres medicados en el mundo. Afanes de preservar la raza de la carga de inadecuados y sus gérmenes infecciosos. Esterilización de enfermos mentales.
Los recortes se multiplican.
Terapia de electroshock. Higiene racial para con los débiles, enfermizos y lisiados, inyecciones letales.
Evaporada en su nomenclatura, líquida y espesa, Sofía se conecta a los flujos de mensajes que fluctúan entre los afectos y las rabias, el conocimiento y los abusos. Su mente oscila por esas conexiones.
Algunos registros de lo radical sobreviven a los descartes, a las incansables quejas cuando lo binario ha dejado de ser referencia.
Cartografías de zonas y pieles rebeldes se acoplan unas con otras. Son las combinaciones posibles que nutren el paisaje. Múltiples se reproducen entre diálogos y acoples. Intervenidos constantemente por las múltiples descargas los cuerpos se han vuelto híbridos. Sus órganos alterados se enfrentan al roce con las máquinas. Son parques de desechos humanos.
Aferrada a la idea de un gran mapa, sobrevive a las improntas de un todo asfixiante. Las secuencias se reproducen en tiempos simultáneos, las escenas se concentran en la pantalla.
Cree recordar que en algún momento alcanzó conexiones más rotundas. Un estado en que olores y sudores combinaban particulares formas de expresión. Allí donde los amantes sueñan o imaginan y se producen materias que suman capas de la piel.
Una criatura rebota por las paredes de la habitación. Simultáneamente, una misma idéntica historia se despliega como en un mapa. Son enormes cantidades de otros, extendidos sus fragmentos, lo que transitan como en un diminuto enjambre a distancias imposibles.
Sobrevolar la vida de esos otros para ajustar las piezas y aceitar la máquina romántica, piensa. Elaborar un relato amoroso sin puntuaciones ni capítulos. Sin puntos aparte. Una épica entre el cuerpo y el cuerpo, sin academicismos ni teorías. Un cuerpo expuesto en un borde, atravesado de lecturas y de citas.
Asfixiar al príncipe hasta que se vuelva azul. Sonríe.
La materia se descompone.
Una bestia encerrada en su laberinto muge, duele, sangra a veces, puesta así, a contraluz de la pantalla. Se acuna y se entromete por los costados. Por los rincones entra, masterizando sus funciones indispensables. La piel se deshidrata y hasta los dientes se pudren. Su boca hiede.
Sofía verifica la hora en la pantalla.
Sobre la cubierta de vidrio hay una cajetilla arrugada y otras dos sin abrir. Mira el cenicero repleto de colillas.
Me buscas cuando me necesitas. Cuando te necesito ¿Apareces? Cuando no apareces ¿Me necesitas? Cuando no te necesito ¿Me buscas?
Adicciones. Debe aprender a vencer las adicciones. Allí radica la histeria. Su histeria.
La mayor parte de las veces sus trastornos del ánimo tienen que ver con la inquietud con que se aferra a ciertos mensajes. Su piel se estimula al más leve contacto con la geometría de otros cuerpos.
Cuando el ánimo se acelera las imágenes se vienen de golpe. Puede sentirlo hasta en las vibraciones más sutiles. Como si buscara capturar algo de aquello que tiende a repetirse, algo incómodo y que sobrepasa su paciencia.
Encerrada en aquella habitación sin tiempo, apenas puede distinguir la noche o el día y poco importa cambiar el horario de una siesta. A quién le importa. Dice. Otra noche de aquellas se anticipa, el insomnio a punto de instalarse y eso, a nadie le importa.
Sofía abandona la pantalla. Atraviesa el pasillo y sube las escaleras. Entra al baño, abre la llave de agua caliente. Se desviste y se mete a la ducha. Al contacto con la temperatura los pezones se erectan, su cuerpo se activa. Cruza los brazos y se acaricia la espalda. Se queda unos segundos bajo el chorro de agua.
Su sensación es exquisita.
Toma un frasco, una pequeña cantidad de shampoo y se lava el pelo, abundante espuma resbala por su cuerpo. Aprieta el tubo de pasta y se cepilla los dientes. Se jabona el cuello, los pechos, el vientre, la entrepierna. Se detiene en ese placer, reconfortada por el calor y la temperatura del agua al límite de su resistencia.
Todo está empañado. Sofía cierra la llave. Abre la cortina. Se pone la bata y con una toalla seca el vapor del vidrio, al mirarse en el espejo retrocede de golpe.
Día a día los rasgos se modifican de modo casi imperceptible, pero esta vez el cambio es rotundo. Se acerca más al espejo. Los párpados aparecen más hinchados que de costumbre, como si los tejidos se hubieran desarrollado de golpe. Tiene los ojos irritados, acuosos, a consecuencia de las horas prolongadas frente a la pantalla.
Cada día se parece más a su padre. Piensa. Recuerda sus ojos oscuros, tenía los párpados hinchados, cejas largas y tupidas y una mirada intensa. El parecido es evidente. Algo en sus ojos, no la mirada, es la anatomía de sus ojos, algo que cambió de forma violenta, definitiva. Ahora su expresión es tan firme como la de él.
Recordó diez años atrás su impacto al ver una fotografía suya.
El rostro anguloso había reemplazado las mejillas redondas como si todo el cuerpo se hubiera extendido más de la cuenta. Se veía más interesante, pero a la vez, una mujer mayor. Sus facciones alteradas se habían modificado.
Las carnes tienden hacia abajo.
Por trastornos en el hígado o mal funcionamiento del riñón pueden inflamarse vientre, párpados inferiores y piernas. Lee en una página científica.
Por trastornos renales, elevadas proteínas en la orina o falta de proteínas en la sangre se producen retenciones de líquido.
Los órganos se inflaman. La piel cede.
Sofía piensa en la descomposición del personaje. Un escenario para la que escribe. ¿Desde qué lugar lo hace? o ¿desde dónde obtiene ella su repertorio de imágenes?
¿Para qué? Simplemente por placer.
En cada construcción se descomponen profundos acertijos.
Hombre+Hembra=Hambre –escribió.
Testigo-Modesto@SegundoMilenio –lee, tiempo después en un documento que le llega por casualidad.
HombreHembraConoceOncoraton –copia. Una cita que resalta los pequeños alcances, las palabras que en algún lugar de lo colectivo flotan. El tiempo simultáneo traza un horizonte confuso. Los horarios se desordenan. Los antiguos mensajes dan inicio a conversaciones en línea que se desvanecen en las múltiples capas.
Cuando nada consigue activar su interés, Sofía se sumerge en el documento. Piensa en esa intimidad cercana y distante de la propia experiencia, en volcarse y describir un mundo personal y tan pequeño y que sitúa esa parte de la estructura que se repite.
Obsesionada se encierra por semanas en un universo encapsulado. Pero en algún punto, toda esa acumulación de materiales le impide hacer sistema con la vida.
Cuando el entusiasmo dejó de teñirse de cuerpo el proyecto fracasa, cuando la comunicación fracasa su ánimo peligra.
Si los besos compusieran el mundo, pero el tiempo de los besos es tan breve y acotado que ni cambia ni afecta su curso.
Algo huele en el aire, la asfixia es la forma de tocar que tienen y no de cuerpo, sino tierra. Algo de territorio mezquino, incómodo. Batalla y carne en esto de andar sueltos expeliendo humores, movedizos de leche y bestia –digita.
En un movimiento constante Sofía escribe sin saber dónde poner los énfasis, los acentos para aprender a manejar los desniveles que la sustraen y le impiden ejercer la voluntad.
Una mujer clausurada, consumida por la máquina, no es interesante. Dice, sumergida en las derrotas, entonces se concentra y repasa el mismo documento de registro. Piensa en la vida útil de un cuerpo, en el montón de células que envejecen. Y otra vez allí, el archivo interminable donde se acumulan las palabras, su banal pretensión.
Enciende un cigarrillo. Aspira un par de pitadas. Si tan sólo aprendiera a convivir con su cabeza, con esos pensamientos que van y vienen a toda velocidad, si tan sólo aprendiera a disfrutarlo, el cigarrillo habría dejado de ser un problema.
Es un hecho, no puede concentrarse.
Por momentos, retoma antiguas conversaciones y a las horas más insólitas se levanta de la cama.
–Nos encontramos en el sector de fumadores.
–Llevo un cigarro entonces, pero sabes que no fumo.
–Bueno, por si te atrasas.
–No me atraso.
–Fumando espero, ella dice. Él se atrasa, es lo que sucede.
En un paisaje caótico, Sofía divaga por las escenas. Conectada y disponible se oferta a las múltiples cabezas que configuran los actuales universos.
Con destreza se disuelve, en las sutiles hebras de la larga cadena de pliegues. Atenta a la selección con que otros digitan, verifica los datos. Sus manos se deslizan sobre las teclas y su energía se moviliza.
Lejos de cualquier otra ambición ella se desplaza por las coincidencias buscando recomponer los actuales universos donde las materias chocan y se acumulan los encajes y desencajes.
Aun cuando no tenga idea dónde se encuentra finalmente alojado el órgano que tan bien dibujan los adolescentes al momento del romance, y mucho menos el temple de los que se dedican al oficio, al menos tendrá esa furia.
Decidida a negarlo todo. Sus malas decisiones. Su contacto con la violencia, presiente que hay zonas donde “aquello” transita con propiedad.
Sofía escribe porque no entiende, nunca entiende dónde se alojan todas esas cifras que la sitúan a tan poca distancia de una conveniente ventaja.
Acoplada a los circuitos, se concentra en los intercambios que producen esos cuerpos polimorfos que imagina, sometidos a rigurosos códigos. Sus frases y metáforas chocan precipitadas contra las aristas.
Le excita el contacto con desconocidos, allí sus pulsaciones se alteran y el cuerpo oscila, se expande. Sumergida en esos movimientos busca torcer el punto donde la imagen se vacía.
Ser dios tal como se lo imaginaba cuando niña.
Copia de la copia, la mujer se irá descomponiendo de figuras retóricas que colisionan o se funden entre las imágenes.
Testigo-Modesto@SegundoMilenio –gime, contagiada de signos que habitan las partes de un todo aberrante.
Adiestrada y funcional avanza sin territorio.
Ideológica transita sueños, ciudades, pueblos. Así es como funciona, en forma sistemática Sofía escribe contra las palabras.
Su cuerpo disponible adopta las mismas posturas. Clausurado se deshace en las múltiples identidades. ¿Días, años? ¿Cómo saberlo?
Los fármacos de los cuarenta. Cipramil, Tentavil, Ravotril. Las mentiras. Sus rebeldías. Más allá de las traviesas opciones, las pildoritas aparecen y se instalan destruyendo un colchón confortable.
Oprime sobre el mouse comando S, luego se levanta y prepara café. Vuelve al computador y enciende otro cigarrillo.
Distímica y activada frente a la pantalla, elabora una herencia de frases porque desconoce la forma de retener sus fugas.
Empecinada en sus asuntos avanza porque sabe que cuando el dolor cede hasta los huesos se componen. Es lo que aprende. Horas, días, años, su cuerpo maltratado. La cintura, los hombros, las pésimas posturas. Maltratados los brazos y las piernas. La angustia se pega a la espalda. Así como algunos van de un lado para otro, Sofía escribe y se conecta al teclado. Algo tiende a acumularse en la letra, en cada frase. Con precisión repasa todo el tiempo el mismo documento.
El descalabro se reduce a los inoficiosos excesos en el consumo de substancias, cuando cansado el cuerpo se abandona al deterioro y periférico merodea entre los diversos planos –escribe. Se abalanzan como buitres hasta que la presa caiga.
Otro día sucede. Una vez más el sonido de alarma, Sofía apaga el celular y se levanta. Al entrar en el estudio, enciende el disco duro. En menos de un minuto se inicia el sistema, la pantalla se ilumina, una a una aparecen las carpetas en el escritorio.
Doble click. Se conecta. Sin dificultad logra entrar en escena.
La imagen sigue allí, intacta. Un play y volverá a repetirse.
Siempre modificada, siempre con nuevos detalles.
Individuo-mente-máquina se sumerge en la amalgama de esos mundos alterados, simultáneos, amenazantes, que le permitan acceder al mapa contemporáneo. Las frases se diluyen hacia los bordes de la lengua, su tejido. El texto esquiva y resiste cualquier categoría. Las palabras se acoplan, se le pegan. Plasmática navega apoyada en la experiencia.
Asediar la imagen tanto como sea posible. Dice.
Hombre+Hembra=Hambre –escribie.
Potencial, cuando lo orgánico se altera desaparece entre los engranajes. Individuo-mente-máquina divaga por los espacios residuales. Surge la tensión inherente de mantener juntos los elementos incompatibles. Su cuerpo se tensa. Se curva. Se retuerce a punto de desaparecer. Organismos anómalos que multiplican sus intentos por no desaparecer. Sus partículas, separadas de la función celular, aglutinadas mutan –digita. Individuo-máquina-mente psicológica se rinde.
Conectada a los dispositivos, creativo-perversa reproduce sus resistencias. Pixel a cuadro su lengua recorre el escenario cuidando de poner atención a las pequeñas cifras, como si se alimentara de diminutos fragmentos de un enorme tejido. Abandonada a la idea de esos organismos a punto de estallar contra las pantallas –escribe. Imagina muchos de esos cuerpos en hileras compuestos de esas células que mutan precipitadas por la sobrecarga. Piensa en el fin.
Cuando el vértigo se acumula Sofía vuelve a la vieja Underwood y teclea algunos textos, anclada a los recuerdos, la velocidad se atenúa.
Cuando aprendas me lo agradecerás –dice su padre.
Rebobinar. Rebobinar. Rebobinar. Regrabar.
No están bien integrados los datos.
Como perros revolcándose, suavemente mordidos de furiosas alegrías, preparamos un corazón sin miedo que nos permita avanzar.
El melodrama persiste, nos convoca como espectadores. Dice.
Nítidamente puedo distinguir sus cuerpos forzados a una estética asfixiante. Despojados de particularidades específicas pierden sus condiciones indispensables, sus inigualables materias. Nada es más exquisito que verlos pasear en estado de alerta, imaginarlos de varias formas. Extendidos, abiertos, zigzagueantes y medio vueltos hacia atrás, escondiendo más de algún secreto entre los pliegues de un vestido que se aprieta o dibujar espuma con las manos.
De goces arden simultáneamente entre los enjambres, algunos se revuelcan, otros palpitan su desesperación. La mayor parte de las veces se pasean en manadas, oscilantes van y vienen por los bordes, zarandeando con orgullo sus grandes plumas. Sólo entonces, se detonan los estallidos. Sus cuerpos se derraman.
Rebobinar. Rebobinar. Rebobinar.
La verificación no coincide. No están bien ingresados los datos.
Hoy se cumplen dos días y tres noches sin fumar ni medio cigarrillo. Lee en voz alta. Me estaba deshaciendo por dentro. Mi cuerpo entero olía a quemaduras y daño.
Soy una adicta. Dice. Una adicta que cumple sus compromisos.
Su desesperación crece. Es mejor no salir a la calle a menos que existan buenas razones y las razones no llegaron. Fin del tratamiento. Saca uno de los paquetes que esconde en el clóset.
Enciende uno y lo aspira. El humo se impregna en las paredes, pelo, dientes, la ropa. El humo está ahora por todas partes. Las horas se confunden, se superponen. Sabe que de tanto acumular habría hecho lo imposible para que en el texto estuviera implícito, al menos, el mismo placer que sentía al momento de las primeras bocanadas.
Recuerda el día que su padre entra al departamento de improviso. Ella, se había instalado en la silla mecedora de la abuela después del almuerzo. Tenía un cigarrillo en las manos.
Su padre está de viaje. Tiene trece años.
Aprovecha su ausencia para moverse libre por los espacios de la casa. Es verano, hace calor.
Sofía abre y cierra los labios jugando a proyectar argollas en el aire. Su cuerpo de niña a punto, sus pechos pequeños, los vellos sobre el pubis, pero sobre todo las ganas de mujer que se desatan en la incipiente biología de las hembras cuando gritan por salir.
Lleva puesto un bikini. Tiene un cenicero en la mano. De repente escucha el manojo de llaves. Su corazón se aprieta. El terror invade la escena. Una llave atraviesa la cerradura. Paralizada y en blanco, no alcanza a mirar hacia la puerta. En segundos, su padre, desencajado y furioso está casi encima de ella. Puede revivir su furia los instantes previos a la golpiza. Después, cayeran donde cayeran los golpes, los desmedidos golpes sobre un cuerpo demasiado pequeño para las advertencias. Recuerda su terror frente a la crudeza de tales descargas. Su fragilidad el día en que humillada por los golpes, los malditos golpes, juró que nunca más.
–Antes verte muerta –dijo. ¿Me oyes bien?
El cigarrillo, prohibido en extremo y a costa de lo que fuera, es la combinación perfecta, un auténtico elemento de discordia en ese espacio donde el abuso crece avasallador. Es un exceso. Ahora lo sabe. Aprender a mentir.
Puede verse con el rostro pegado a la pantalla y reconocer su cuerpo mediatizado por la máquina. Su rostro podría ser el de otra en cualquier otro lugar pero Sofía fuma casi todo el tiempo y sabe que no es otro rostro, sino el suyo iluminado de vez en cuando por las brasas encendidas de un cigarrillo que aspira a través de ese cuerpo que se malgasta irremediable.
Rebeldías y recuerdos se incrustan en una biología que fracasa.
Son quiebres, cortes, antiguos lugares de infancia donde nada tiene que ver con nada, salvo en su pequeño mundo.
El cuerpo habita sus certezas, sus desánimos. Las viejas sorpresas de cumpleaños, los autitos, las bolitas, los dulces. Las comidas en la cama. Es lo que Sofía hace, atrapar imposibles.
Ya se dibujarán todas las imágenes. Los cuadernos que ya no están. Los libros de inglés. Su colección de servilletas de los once años. Una bandeja de mimbre con canastos a ambos costados, escenario favorito de sus grandes batallas, a los cuatro.
Doble click. Tiene un muñeco envuelto en pañales, es muy pequeño, tanto que su cuerpo cabe entre sus manos. Recuerda que al acunarlo y según la posición, abría y cerraba los ojos. Sobre los párpados se extiende una diminuta línea negra señalando el límite de las tupidas pestañas plásticas. Sus ojos celestes, siempre claros, brillan con sus promesas del Norte.
Recuerda sus urgencias por desmantelar el misterio del andamiaje. Su porfía contra insultos y castigos. Al separar los brazos del cuerpo descubre un elástico amarillo que encaja perfecto entre sus dedos. Al tensarlo el mecanismo se activa. Al separar ambos brazos varias veces, el elástico se corta. Fin del muñeco. Es lo que Sofía aprende. Día tras día, respaldando la ira. En aquellos paisajes animados cuando los juguetes colapsan, algo en ella se desordena.
Los objetos se desplazan, flotan.
Botones de camisa. Sonrisas. Ofrecimientos.
Tic-tac. Tic-tac. Sofía descorre y socava hurgando en el vacío de una casa que no ha podido completar.
Tic-tac. Tic-tac. La mujer sigue con atención las manecillas del reloj y puede verse traspasar las débiles señales.
Su casa está vacía. Su cuerpo. Su noche. No debiera ser importante, tampoco afectarle demasiado; aun así, un leve cosquilleo la perturba como si una suerte de abandono infantil se apoderara de todos los rincones. Sin nombre propio, las mujeres de la familia se diluyen en lo colectivo, flotan en un mismo nivel. Un oportuno abrazo las envuelve en una osmótica permeabilidad. Me quiero morir. Susurra. Me quiero morir. Grita. Me quiero morir. Dice la bisabuela, la abuela y la madre. Me quiero morir es una frase que la atraviesa. Entre el nacimiento y los primeros tres años se acumulan las experiencias radicales, los quiebres, los cortes, las interrupciones. Sobrepasada por la incapacidad de descifrar variables que no maneja, se detiene en ese punto. Las tendencias depresivas en una familia pueden influir considerablemente sobre la formación del carácter de sus integrantes –leyó en otro de sus apuntes.
Su casa siempre ha estado vacía. Es confortable. Tiene puertas y ventanas que se modifican a sus anchas. No tiene padre pero sí una madre caída por la gracia del cielo y otras en las que apoyarse. Tiene una bicicleta y algunas ideas. Café a los veinte y su primer computador a los veintiséis. Tabaco, botellas de licor y copas, muchas de ellas aún con el licor de la noche anterior y la anterior a la anterior, pasados los treinta.
Coincidimos en algunas cuentas impagas –escribe.
|
|