La Chica
por
En la taberna los rostros tenían el don del transformismo, excepto uno, excepto dos, excepto tres, el de Francisco, el de la Chica, el mío, fijo él en su personalidad servil, fija ella en su belleza, fijo yo en algo o alguien que, a partir de ese momento, viviría sólo por conquistarla, yendo todas la noches al bar en cuya pared había un reloj inmóvil y renaciendo con un rito sacro al verla medio apoyada en la barra e indiferente al vocerío, al humo, a las insinuaciones, concentrada en una copa o en una taza, haciéndome, en aquella tarde de ocio o de trabajo, entrar al sitio al que sin ella nunca hubiera entrado y en donde, ignorando que en cualquier mesón se está obligado a beber, no sabía cómo comportarme, por lo que yo, presa como lo estaba de una ingenuidad ajena a mi carácter, me senté y, cuando Francisco se acercó mostrándome la carta y preguntando qué quería, le respondí “no quiero nada, gracias”.
Sin embargo, una mañana de monotonía sucedió algo que nunca supe si fue azar, olvido o desobediencia de mi computador, al que, tras darle yo la orden de exhibir en la pantalla la réplica prevista para el camarero, la alteró ligeramente, mucho menos de una letra, de modo que se produjo una metamorfósis, ínfima, por cierto, y despreciable si sólo hubiera ocurrido algunos centenares de veces, pero es el caso que al multiplicarla por millones, y los millones por millones, hizo andar, por medio de avances minúsculos, los punteros del reloj, introdujo el transcurrir allí donde no existía y cambió el carácter que yo le había dado a Francisco, quien, hasta entonces servicial e inofensivo, no dijo lo que había redactado para él, pues el computador, a través de sucesivas variaciones, modificó en la pantalla la frase:
Como usted desee, señor,
en esta otra:
Lo siento, señor. Tome algo porque jamás saldrá del bar.
Sometido a la irreversibilidad del acontecimiento pedí una botella y comencé a beber. No tardó en hacerme efecto el alcohol y, quizás adormecido por el vino, quizás atrapado por los vértigos, tenía mi cabeza apoyada sobre los brazos, los brazos sobre la mesa y miraba vagamente al suelo, a mi izquierda, cuando se acercan un par de botas que vienen desde la barra, con los jeans adentro, limpios y ajustados. Levanto lentamente la mirada y, con un placer sensual y calmo, sigo los contornos de aquella fibra de algodón algo desteñida y mi cabeza, que chisporroteaba, no en burbujas de champagne, sino en aquella que produce el vino malo, vuelve de golpe en sí, se refresca, se recupera, se yergue y, sobrio en un instante o al menos creyendo estarlo y sabiendo, todavía bajo la influencia del alcohol, que medio borracho siempre se cree estar más sobrio de lo que en realidad se está, sigo sus movimientos sin atreverme o sin poder mirar arriba de sus caderas, ciego para el resto de su cuerpo, hasta que oigo un “¿me permite?”, no sé si aterciopelado por su tono propio o por las cervezas que la Chica había bebido, y yo, mirando su ombligo, sin alzarme, respondí “adelante”, pensando al mismo tiempo “estúpido, no sonrías”, pero no pude evitarlo mientras ella, con un gesto casi imperceptible aunque decidido, indicó que buscaba un hueco, acrecentando mi sorpresa cuando me mira y muestra que era justo allí, a mi lado, donde lo quería y, sentándose con los muslos ligeramente abiertos para mantener el equilibrio, bien dispuestas las nalgas, se apoyó en el respaldo, puso su vaso en la mesa, sonrió por primera vez y, cuando creí que iba a hablarme, cerró los ojos, echó la cabeza contra el muro y comenzó a dormir como perdiéndose en la profundidad.
Una sólo cosa había sido tenerla al lado, su mirada, su cerrar los ojos y mi deseo de conquistarla, precipitándome para que no cayera en el vacío de la inconsciencia del que jamás podría rescatarla. Pronuncié un sortilegio para conjurar su desvanecimiento, palabras de inmediato entrecortadas al verla incapaz de toda escucha, voces tardías e innecesarias porque ya al llegar no era un sitio lo que la Chica buscaba sino a mí, lanzando llama(ra)das que sin duda me arrojaba ahora incluso desde el abismo del que sólo yo podría librarla, pero cómo, cómo, cómo llegar desde mi cuerpo al de ella si sólo nuestras piernas se rozaban, cómo traspasar mi pantalón y el suyo de índigo y añil y desde allí, todavía más adentro, tocar su piel, cómo entenderme con ella sabiendo que me necesitaba, que me llamaba a gritos, cómo hacerlo si, dormida, comunicarse era imposible, convencido yo de que sólo cuentan los cuerpos y, su cuerpo, aunque yo sintiera su vaho, su calor, su consistencia y su textura, permanecía somnoliento, mudo: como una Parca cruel a mis impulsos, el cuerpo de la Chica silenciaba lo que ella misma, desde su inconsciencia, quería decirme.
Oí una risa. A mi alrededor observaban a la Chica como si fuera bufa y me llamaban para sumarme al espectáculo de una borracha durmiendo a mi lado en el bar, ¡oh idiotas, ignorantes, no osarían reírse de ella fuera de la taberna!
– ¡Déjenla, déjenla tranquila, ¿no ven que no es feliz?! ‑grité enfurecido, ganándome la mirada de las otras mesas y el lento, el disimulado acercarse de Francisco, quien, tirano, guardia, propietario, policía ajeno a mis movimientos de ternura, al ver mi vaso y el de ella vacíos, preguntó qué queríamos, contestando yo, por ambos, “no queremos nada, gracias”, pero Francisco, no más camarero como antes, alteró las letras en la pantalla redactando una nueva versión del Lo siento, señor. Tome …, más apropiada a su nueva personalidad de dueño, descubriendo yo, en ese instante, que el computador, el alcohol y la ebriedad eran sus aliados y que, influyendo por medio de ellos en nosotros, debilitaban el pacto tácito por el que la Chica y yo escaparíamos del bar.
Maldito seas, Francisco, maldito seas mil veces al romper la inmovilidad e introducir el tiempo con una réplica inexacta, maldito seas, tú también, computador, le has dado una autonomía que nunca me habías dado a mí, malditos porque la utilizan para vencerme, para obligarme a beber, malditos, pues ella me necesita sobrio y, sobrio, nadie puede permanecer en el bar, arpías que viven de nuestra destrucción y de un alcohol que nos corroe, me traen ya los cálices de la impotencia, pero qué mi importa su metal dorado y su hedor etílico cuando la Chica se recupera y despierta gracias a mis desvelos, ¿no la ves a ella, camarero que dejaste de serlo, tirano, balanceando su cabeza hasta dejarla fija y observarme con dulzura?, ¡vete, pues, vete!, no me robes su sonrisa, no te impongas sobre mí sin lucha que, de ambos, uno u otro ha de morir.
Si, la Chica me sonríe, me ha escuchado protegerla, me ha sentido envolverla en diez capullos de seda y tratarla con palabras carmesíes y, entonces, trata de hablarme, pero basta un instante de descuido para que Francisco la vuelva a hacer beber. La lengua de la Chica no responde y sus párpados se cierran otra vez: debo hacer algo, no puedo dejarla a su merced, le cojo la mano por primera vez: ¡no te duermas, que tú y yo estamos solos, ¿no te das cuenta de que para él sólo somos consumo, no te das cuenta de que nos va a matar?!
Mi lucidez había sido pasajera, ahíto, pronto sentí un golpe de resaca, las voces se confundían, los colores se mezclaban y, para mantenerme en mí, ya no me bastaba la cercanía de la Chica con sus ojos de arcoíris, con sus labios de ante, la prometedora fragancia de sus pechos o el animal hedor de sus sobacos. Sabiéndome atrapado, caía en una somnolencia viscosa, tal vez yo ya era un cerdo o una cabra cuyos últimos recuerdos eran la sonrisa de Francisco. Circe en celo en la taberna, él iba y venía con más velocidad que nunca, se deslizaba en patines entre las mesas dejándonos botellas que nadie había solicitado nunca y, sosteniendo la bandeja con una mano, con la otra daba el vuelto y acariciaba las mejillas de los jóvenes, menos a la Chica, a quien, por ser mujer, trataba con dureza y con desprecio mientras él, misógino, indolente, frío, estallaba en risas, en estruendo y griteríos irónicos para atraer desde su sitio a los transeúntes de medianoche que, indecisos y ojerosos, se acercaban cautivados por las voces, por la juerga, por el tufo, por las mesas llenas, por el precio y por la fama de sus caldos y, sobre todo, por la Chica, ¡atrévanse, vengan, aquí hallarán el paraíso! ‑reía él.
Junto al pasar de la noche y sin que, por mi estado, pudiera enterarme de ello, Francisco se transforma, si no lo era ya, en rey, y los clientes, tal vez por ganar su benevolencia, tal vez por convicción, ayudados por pajes, le visten con togas, por encima con túnicas de material innoble, acrílicos y plásticos, a lo más un mantel con manchas, lo levantan sobre una mesa llena de derrames y grasa, y lo entronizan en una ceremonia donde no faltan sacerdotes espurios y falso incienso, bebiendo todos por su gloria y repartiendo él, después, honores y títulos: a éste lo vuelve príncipe, a aquél comendador, caballeros grotescos nombrados vertiendo vino sobre la frente, menos a nosotros, la Chica y yo, que hemos aumentado su encono al permanecer a distancia de la fiesta.
La taberna es un refugio frente a la intemperie amenazante, tal vez un rayo, simple trueno en las alturas, tal vez tormenta de verano, entonces más y más piden entrar aceptando a cambio someterse al arbitrio y voluntad del monarca, él los dispone, los coloca, los envía temporalmente de una esquina a otra haciéndoles creer, ¡oh idiotas!, que se trata de una suerte, de un beneficio, y provoca, poco más tarde, el desengaño al separar a un chico por allí, a una chica por allá, sin respeto de amistades, sin contemplación por la esperanza del que aguarda una conquista e indiferente al reojo furtivo del deseo, no más, estando allí era posible intercambiar sin cruzarse con la censura silenciosa del monarca, con su sospecha bien fundada y su habilidad para separar a las parejas.
Alcohol y vértigos me transforman jugos y bilis en lavas, en líquidos ardientes y, apenas dueño de mí, las arcadas me suben, pero la Chica despierta, coge con cariño mi cabeza y la inclina impidiendo que los vómitos caigan en mi pecho, me doy asco a mí mismo al percibir la esencias ácidas que desde el estómago han llagado al paladar, siento palpitar mis venas en la frente, globos a punto de estallar mientras mi cuerpo tirita, da espasmos y sacudidas incontrolables, ora me siento invadido de calor, ora que la sangre falta o no circula, invadido por el frío y por sudores que ella trata de secar y controlar hablándome, preguntando qué me sucede, pidiendo que le responda y rogándome que vuelva en mí porque tiene miedo, pero yo callo, si pensar me es imposible, mucho más lo es todavía conseguir que alguno de mis miembros trasmita mis ideas, y así doy las órdenes a mi lengua, o al menos creo darlas, escribiéndolas en el computador, pero se interrumpen y entrecruzan en algún sitio del teclado, de mis brazos o mi boca, los cuales, pese a mi deseo de corresponder a los cuidados de la Chica, son incapaces de hablarle o escribirle una frase sola en la pantalla y me convierto en bulto, en un objeto de tiernas manipulaciones que la mira entristecido, sólo le quedan mis ojos, pero ¿le dicen algo mis ojos?, quizás ellos tampoco respondan y mis pupilas, fijas al centro, son como las de un muerto o de los que dicen que han visto la muerte.
La Chica insiste en cuidarme y me pregunta: “¿me quieres, me tomas tal como soy?”, y al no oír respuesta confunde mi incapacidad de exteriorizar un gesto mínimo de ternura por encontrarme bajo influencia del alcohol, con el desprecio de sus esmeros, como si lo mismo fuera la imposibilidad de hablar y la indiferencia a sus caricias, porque yo las siento y las guardo conmigo, tan sólo no puedo expresárselo y ella, cansada de ver perderse en el vacío sus afanes, agotada por tanta pregunta sin respuesta, sin fuerzas, creyéndome traidor a nuestros vínculos, temiendo rota nuestra unión contra Francisco, lanza el primero de sus gritos, insulta a todos, les llama hijo putas, y más, pero sólo escucha risas, la Chica se siente sola en medio de la burla, la Chica se halla herida, la Chica se considera abandonada, entonces llora y veo sus lágrimas, entonces gime bajando la cabeza y se cobija poniéndose en cuclillas, entonces se acurruca, entonces se tapa la cara, entonces llora como pajarillo herido y, yo, nada puedo hacer por ella.
Francisco no ha podido desplazarla de mi lado pero siente pronta la victoria, renueva con ahínco sus ataques y la acecha, moviliza a sus súbditos, alecciona a sus huestes para arrinconarla, para marginarla y provocarle la desesperanza hasta triunfar más por agotamiento de la víctima que por fuerza propia, y la Chica, creyéndose perdida, termina por levantarse dirigiéndose a la barra.
Francisco aplaude y, como moscas, se le acerca un grupo, se inclina sobre ella y se asoma por su escote, la Chica busca un arma y sólo encuentra sus uñas hendiéndolas en cada uno de los pretendientes, pero se cansa, uno nuevo sigue al otro y es vencida, de mil invitaciones acepta una, él paga, se le acerca por el flanco, suda, jadea, huele a alcohol y a ella le repugna, la rodea con un brazo velludo, extiende su palma y acaricia su espalda, le besa el cuello, le separa uno a uno los botones, roza las caderas de la Chica con las suyas mientras desciende las manos hasta abrirle los pantalones.
Desde mi sitio, sin más vómitos, la observo y descubro, detrás de ella, en el muro, el reloj girando tan de prisa que es imposible ver ninguna hora, tal vez pronto sea medianoche o mediodía o ambos a la vez, me doy cuenta de que he de apresurarme, de que los bares cierran de madrugada y de que sólo tengo un tiempo limitado para liberar la Chica, sí, si no escapamos pronto todo ha de acabar y Francisco nos dejará adentro para siempre, ya lo veo barriendo las colillas, poniendo orden y levantando asientos para fregar el piso. Indiferente a mi presencia, me cree dormido, pero entre tanto he despertado y veo claro, ya no hay tiritones y sólo me estremezco de repugnancia al verle charlar con los clientes más recalcitrantes, con los últimos aduladores, con los epígonos de la aurora que, bajo las cadenas invisibles del alcohol, agradecen a Francisco la domesticación donde ahora se hayan felices, él los mima y los halaga como a bestias llenando vasos por cuenta de la casa, abrazándolos como a viejos amigos y vanagloriándose de las virtudes de la taberna tantas veces cantada por un eco impersonal de corifeos en los momentos de cerrar.
Fatuo, barrigón y satisfecho, Francisco les tienta todavía con un premio si prometen regresar y con la vista les ofrece a la Chica, entonces oigo sus risas ansiosas y los juramentos de fidelidad, ya no los soporto más y recupero el equilibrio, me levanto, cojo una espada y avanzo hasta la barra llevándola escondida a mis espaldas y, protegido por su euforia, me acerco sin hacerme notar, ignorantes del peligro continúan la imprudente algarabía, pero me apiado, no quiero matarles y, frente a ellos, rostro grave, silencioso, circunspecto, con mi sóla presencia interrumpo jolgorio y carcajadas, los desaforo haciéndoles palidecer y huir.
La Chica ha visto todo, comprende que nunca ha sido abandonada y se siente de nuevo con fuerzas para rechazar al pretendiente, interpone sus brazos entre un cuerpo y otro y, gavilana, lo rasguña, potra, lo patea, pero él, furioso, excitado por la sangre y el dolor, la insulta y le da de bofetadas, le deja el rostro enrojecido, los labios de la Chica sangran y su defensa apenas daña al enemigo quien se le acerca estrechándola todavía más y, con la ayuda de Francisco que dice “es tuya”, le arranca la blusa hecha jirones, le rompe el pantalón, la tira al suelo y se abalanza sobre ella.
– ¡Déjala! ‑doy un grito dirigiéndome al pretendiente y blandiendo en alto la espada, aunque no quiere o no puede escucharme.
– ¡Déjela, levántate! ‑insisto y, careciendo de respuesta, sin pensarlo, giro rápido el acero y corto, a la altura del tronco, el cuerpo del ansioso.
Por fin la Chica y yo nos creemos liberados, por fin puedo besarla, le quito sus medias, le acaricio las piernas, los pechos, deslizo la mano bajo el pubis, peino allí sus vellos cual jardinero en su vergel y enredo mis dedos como un niño, después hurgando y hurgándola, le humedezco los orificios, le lamo las mieles, ella también me acaricia y me hurga, ríe, me llama amor y vida, y somos felices, entre todos ha encontrado a uno que la quiera, un campeón para escapar del desamor, del dominio de Francisco y del alcohol.
El tirano ve cernirse el peligro sobre su existencia propia y la del bar, coge una segunda espada para enfrentarme, los aceros repican y las vibraciones nos llenan las palmas de hematomas. Sin lograr herirnos ni hendirnos golpe, continuamos luchando a pesar de la fatiga hasta que, tras un tañido profundo que por poco quiebra mis huesos, empuño con más fuerza el mango de mi acero y, de un corte violento, cerceno sus manos. Se ve indefenso pero, lejos de caer él solo para implorar perdón y que no le tumbe con mi estoque, se queda quieto, cambiando una actitud marcial por otra de soberbia y, mirándome con el mismo odio que le miro a él, suelta una carcajada terrible:
– ¡Jamás serán felices, jamás alcanzarán la libertad, viven en círculos y jamás podrán salir!
La Chica, aterrorizada, presa del pánico, comienza a gritar como si cayésemos por un abismo, la velada es horrorosa, quiero concluir la pesadilla, quiero que ella sea feliz, no quiero más pavor y decido acabar para siempre con Francisco, cojo la espada, la hago silbar en el aire, le miro fijo a los ojos, le muestro el instrumento de su muerte, lo llevo arriba justo al centro de sus cejas y, sabiendo que es justicia, me detengo un segundo para concentrar mis fuerzas en tan sólo un golpe vertical, bajo rápido el acero descargando una avalancha de energías, pero él, en lugar de un grito de piedad, de un gesto de temor, justo cuando el filo iba a entrar rompiéndole la frente, justo cuando la Chica y yo le creemos derrotado y que nuestra lucha ha dado frutos, emprende un nuevo combate, se juega su más certera estrategia, su última defensa: modifica mis frases en la pantalla y él mismo se hace decir, de un modo calmo y bien pronunciado, cortés sin ser servil:
–Lo siento, señor, no puede usted matarme ni permanecer sin consumir.
En ese instante una fuerza extraña me obliga a beber y me impide hacer justicia, me arranca la espada de las manos, cae, trato de recogerla y, cuando estoy en el suelo, Francisco, con sus tacones de metal, pisa la hoja y después mis dedos dejándolos insensibles, sangrantes, incapaces de blandir un arma o incluso de escribir.
La Chica, viendo que el tirano me ha vencido y recupera su poder sobre nosotros, que amenaza con liquidarnos, ajeno a mi deseo y a los intentos de escapar, descubriéndome bajo la influencia de un peón que gracias a mí escribe su rebeldía, víctima de un personaje que me roba los vectores de la historia, reo de un mozo que anula mi voluntad, toma mi relevo, reemprende la batalla, sustrae el teclado de la influencia de Francisco, blande el computador y decide vencer a la perfidia adelantándose al acecho del infame y a la revuelta del indócil, ya que no podemos con la espada, rompiendo el embrujo desde el principio, reinventando todo desde la primera línea.
Precavida, tensa, lentamente la Chica se cerciora de los protocolos, se asegura de que respondan a su voluntad y escribe un parlamento en el que ella dice: “el tirano está perdido, pasas completamente del alcohol, mi dulzura sana tus heridas, la tuya las mías, nos queremos como somos, nos salvaremos juntos, te reinstalaré como el autor en este escrito, te restituiré el poder de las palabras, pondré la justicia en tus manos y con ella destruirás nuestro enemigo”. Su intento sin embargo es vano, con un conjuro Francisco bloquea la pantalla, ríe estentóreamente, me coloca de regreso en mi sitio y me tiende una trampa al hacerme confundir la voz de ella con la de él y responderle, como al comienzo, “no quiero nada, gracias”.
Por error rechazo la redención. La Chica se cree abandonada, pierde su última esperanza, levanta la espada y se la clava. Muere. Francisco, sin respeto, da por terminada la jornada, nos fija como estatuas y nos dispone en su bar, lo cierra, sale, nos deja a oscuras y, a la mañana siguiente, cuando viene a abrir, seguimos adentro, yo sentado en una mesa, ella bebiendo en la barra, convidados de piedra de un vil anfitrión y, siguiendo los procedimientos que ha aprendido de mí, hace aparecer en la pantalla: [copiar] + [texto] y automáticamente comienza a leerse que
En la taberna los rostros tenían el don del transformismo, excepto uno, excepto dos, excepto tres, el de Francisco, el de la Chica, el mío, fijo él en su personalidad servil, fija ella en su belleza, fijo yo …
Acerca de Hernán Neira:
Hernán Neira posee una doble vocación de escritor y profesor universitario.
Chileno, nacido en Lima (1960), se licenció en filosofía en la Universidad Católica de Santiago, donde además dirigió Perspectivas, revista estudiantil de oposición a la dictadura. Desde 1985 a 1992 vivió en París, donde se doctoró en filosofía en la Universidad de París VIII y estudió, además, sociología y lingüística en l’École de hautes études en sciences sociales.
Ha enseñado en Francia, en el Institut d’études politiques (1991-1992), en la Universidad Austral de Chile(1993-2007) y ha sido profesor invitado en la Universidad de Chile, Diego Portales, de Los Lagos y de La Frontera. Actualmente es profesor de Filosofía Política en la Universidad de Santiago de Chile (2008-2010). En 2011 fue elegido Consejero Académico de dicha universidad.
En sus libros y artículos aborda una amplitud de géneros (novela, filosofía, periodismo, artículos de coyuntura cultural y política). Ha publicado los relatos A golpes de hacha y fuego (Editorial Andrés Bello, Santiago, 1995) y las novelas El sueño inconcluso (Editorial Planeta, Santiago, 1999) y El naufragio de la luz (Ediciones B, Barcelona, 2004). Asimismo ha publicado los ensayos filosóficos El espejo del olvido (Dolmen Ediciones, Santiago, 1997), La ciudad y las palabras (Editorial Universitaria, Santiago, 2004) y Visiónde los vencidos, Estudio y transcripción de las «Memorias» de Juan BautistaTupac Amaru (Editorial Universidad de Santiago,2009). También ha colaborado en los diarios El Mercurio (Chile), El País (España), revista Ecos de España y Latinoamérica (Alemania) y The International Literary Quarterly, Nueva York.
Conferencista en distintos países, su trabajo universitario se centra en filosofía político-social, teoría literaria y cultura latinoamericana. Sobre esas materias ha publicado artículos académicos en Chile, Estados Unidos, España, Países Bajos y Cuba. Durante su carrera en la Universidad Austral (1993-2007) desempeñó, además, cargos directivos. Ha recibido cinco veces el apoyo del Fondo Nacional de Investigación, Ciencia y Tecnología para realizar investigación, la última para el período 2012-2015.
En 2003, con la novela El naufragio de la luz, ganó por unanimidad el Premio de novela Las Dos Orillas, dado por cinco editoriales europeas durante el Salón Internacional de Libro Iberoamericano de Gijón. El naufragio de la luz, publicado por primera vez en España, ha sido traducido al francés, italiano, portugués y griego.
Actualmente, vive en Santiago de Chile.