The International Literary Quarterly
menu_issue12

August 2010

 
Contributors
 

María Teresa Andruetto
William Bedford
Richard Berengarten
Jorge Luis Borges
Sampurna Chattarji
Rubén Dario
Rosalía de Castro
Siobhan Harvey
Carla Guelfenbein
Marion Jones
Andrea Labinger
Suzanne Jill Levine
Hernán Neira
Paschalis Nikolaou
Nicolás Poblete
Wena Poon
Richard Reeve
Polly Samson
Maree Scarlett
Ana María Shua
Katri Skala
Elizabeth Smither
Sridala Swami
Nasos Vayenas
Mauricio Wacquez
Peter Wells
Alison Wong

Issue 12 Guest Artist:
Catalina Chervin

President: Peter Robertson
Deputy Editor: Jill Dawson
General Editor: Beatriz Hausner
Art Editor: Calum Colvin

Consulting Editors
Marjorie Agosín
Daniel Albright
Meena Alexander
Maria Teresa Andruetto
Frank Ankersmit
Rosemary Ashton
Reza Aslan
Leonard Barkan
Michael Barry
Shadi Bartsch
Thomas Bartscherer
Susan Bassnett
Gillian Beer
David Bellos
Richard Berengarten
Charles Bernstein
Sujata Bhatt
Mario Biagioli
Jean Boase-Beier
Elleke Boehmer
Eavan Boland
Stephen Booth
Alain de Botton
Carmen Boulossa
Rachel Bowlby
Svetlana Boym
Peter Brooks
Marina Brownlee
Roberto Brodsky
Carmen Bugan
Jenni Calder
Stanley Cavell
Sampurna Chattarji
Sarah Churchwell
Hollis Clayson
Sally Cline
Kristina Cordero
Drucilla Cornell
Junot Díaz
André Dombrowski
Denis Donoghue
Ariel Dorfman
Rita Dove
Denise Duhamel
Klaus Ebner
Robert Elsie
Stefano Evangelista
Orlando Figes
Tibor Fischer
Shelley Fisher Fishkin
Peter France
Nancy Fraser
Maureen Freely
Michael Fried
Marjorie Garber
Anne Garréta
Marilyn Gaull
Zulfikar Ghose
Paul Giles
Lydia Goehr
Vasco Graça Moura
A. C. Grayling
Stephen Greenblatt
Lavinia Greenlaw
Lawrence Grossberg
Edith Grossman
Elizabeth Grosz
Boris Groys
David Harsent
Benjamin Harshav
Geoffrey Hartman
François Hartog
Siobhan Harvey
Molly Haskell
Selina Hastings
Valerie Henitiuk
Kathryn Hughes
Aamer Hussein
Djelal Kadir
Kapka Kassabova
John Kelly
Martin Kern
Mimi Khalvati
Joseph Koerner
Annette Kolodny
Julia Kristeva
George Landow
Chang-Rae Lee
Mabel Lee
Linda Leith
Suzanne Jill Levine
Lydia Liu
Margot Livesey
Julia Lovell
Laurie Maguire
Willy Maley
Alberto Manguel
Ben Marcus
Paul Mariani
Marina Mayoral
Richard McCabe
Campbell McGrath
Jamie McKendrick
Edie Meidav
Jack Miles
Toril Moi
Susana Moore
Laura Mulvey
Azar Nafisi
Paschalis Nikolaou
Martha Nussbaum
Sari Nusseibeh
Tim Parks
Molly Peacock
Pascale Petit
Clare Pettitt
Caryl Phillips
Robert Pinsky
Elena Poniatowska
Elizabeth Powers
Elizabeth Prettejohn
Martin Puchner
Kate Pullinger
Paula Rabinowitz
Rajeswari Sunder Rajan
James Richardson
François Rigolot
Geoffrey Robertson
Ritchie Robertson
Avital Ronell
Élisabeth Roudinesco
Carla Sassi
Michael Scammell
Celeste Schenck
Sudeep Sen
Hadaa Sendoo
Miranda Seymour
Mimi Sheller
Elaine Showalter
Penelope Shuttle
Werner Sollors
Frances Spalding
Gayatri Chakravorty Spivak
Julian Stallabrass
Susan Stewart
Rebecca Stott
Mark Strand
Kathryn Sutherland
Rebecca Swift
Susan Tiberghien
John Whittier Treat
David Treuer
David Trinidad
Marjorie Trusted
Lidia Vianu
Victor Vitanza
Marina Warner
David Wellbery
Edwin Williamson
Michael Wood
Theodore Zeldin

Associate Editor: Jeff Barry
Associate Editor: Neil Langdon Inglis
Assistant Editor: Ana de Biase
Assistant Editor: Sophie Lewis
Assistant Editor: Siska Rappé
Art Consultant: Angie Roytgolz

 
Click to enlarge picture Click to enlarge picture. La mirada de Chile by Hernán Neira  

 

Hace casi una década pregunté a algunos amigos lo que previamente la Comisión Bicentenario de la República de Chile había preguntado oficialmente a un grupo de intelectuales de mi país: ¿existe la identidad chilena? La mayoría de ellos me respondió “no”.

Mis amigos dijeron que, si comparamos Chile con México, Guatemala, Perú, Brasil o Argentina, se constata que en ellos hay un fuerte sentido de lo propio y de lo que cada uno de esos países y su gente es. Están constituidos, o lo parecen, por un núcleo sólido de valores en los cuales se reconocen colectivamente y a los cuales acuden en momentos de debilidad o de confusión histórica. Entre ellos no parece haber crisis de identidad -al menos así los vemos con nuestros ojos, tal vez insuficientemente abiertos. En Chile, en cambio -continuaron diciendo mis amigos-, el sentido de lo propio no concierne al país como un todo, sino a grupos o sectores sociales que no siempre encuentran emblemas comunes. Tampoco convencen algunas iniciativas de instituciones que han puesto el acento en la identidad, como el Ministerio de Educación, algunos historiadores o incluso de los institutos militares, quienes se esfuerzan por persuadirnos de que hay ciertos valores, hechos y héroes que no podemos dejar de considerar propios. Sucede con la idea de lo auténticamente chileno como con algunos parientes indeseados: los miembros más apegados a la familia insisten en que son parte de nuestra sangre y nos presionan para vincularnos con ellos, aunque algo interno se resiste a hacerlo. En Chile, tal vez muchos monumentos materiales o inmateriales permanecen ajenos, alcanzando el apogeo del hermetismo cuando algunas instituciones públicas o privadas conmemoran sus efemérides. ¿Hay algo que diga menos al pueblo chileno que algunos héroes militares celebrados por las instituciones armadas?

En cuanto a las costumbres -continuaron mis amigos-, las que supuestamente son propias se reducen a comportamientos estereotipados una o dos veces al año. Fuera de ese contexto, tales comportamientos son sentidos como extraños y cuyo carácter inusitado lo prueba el que son noticia en los periódicos. Rodeos y cueca son vistos como actividades de circunstancia o de pequeños grupos que no hacen mal a nadie, pero que tampoco interesan a multitudes, tal como hay otros que se interesan en el aeromodelismo o en la numismática. ¿Y si hablamos de literatura o de arte? Es ya un lugar común que nuestros artistas son olvidados al día siguiente del entierro, salvo Gabriela Mistral y Pablo Neruda, tal vez por su reconocimiento con el Premio Nobel de literatura, que en el primer caso le llegó antes que el Nacional. Digamos las cosas como son: nuestros mejores autores sólo son leídos en las aulas universitarias o unos pocos colegios, la mayoría privados, donde aun no han sido sustituidos por lecturas más livianas y donde no siempre es fácil reconocer componentes de una identidad nacional. El conocimiento de la historia aburre a la mayoría de los escolares, probablemente por falta de pedagogía de algunos profesores mezclada con la percepción, por parte de los alumnos, de que el pasado nacional poco o nada tiene que ver con lo que ellos son. En ese marco de discontinuidad histórica, mis amigos concluyen que nuestra identidad es débil o, dicen los más apasionados, inexistente.

Tal vez no comparta en plenitud dicha opinión, pero debo confesar que me atrae y que tiene sentido. Algo de ello se debe a una condición cultural que supera nuestras fronteras: la discontinuidad histórica y la dificultad de reconocerse en las gestas de generaciones anteriores es algo que se ha extendido entre los jóvenes de casi todo el hemisferio occidental. Sin embargo, esa circunstancia, aunque real, no explica completamente la situación de Chile, que es uno de los casos más especiales en lo relativo a la identidad.

Pero la respuesta de mis amigos, aunque me seduzca, me deja incómodo. Algo me dice que no es posible que no haya identidad chilena y que, débil o, por el contrario, fuerte, debe existir en algún lado o de alguna manera. Después de todo, filósofos y antropólogos coinciden en que lo sepa o no, un pueblo siempre tiene identidad. Me encuentro, pues, en la paradoja de casi coincidir con mis amigos y, paralelamente, sentirme insatisfecho con la respuesta que dan. ¿Qué hacer? Los plazos para entregar este ensayo se acortan y no quiero quedar mal con los amigos que me lo han pedido. En las líneas que siguen trataré de buscar una salida y de resolver la paradoja. Como siempre que se está en la confusión, un pequeño análisis teórico ayudará a ponerse en camino.


¿Qué entendemos por identidad?

Una vieja tradición exige que, antes de iniciar el debate, se defina de qué se quiere hablar. Comencemos, pues, definiendo algunos conceptos y digamos, desde ya, que la palabra identidad tiene dos significados opuestos, sin que se sepa bien cuándo se habla de uno y cuándo de otro. Por una parte, en matemáticas, la noción de identidad sirve para denominar lo que permanece, lo estable o lo “idéntico”. Por otra, en materia cultural sirve para designar un sistema dinámico de autoreconocimiento, tal como hace uso de él un grupo que está permanente en cambio. Las nociones de identidad que son usadas en matemáticas y en temas culturales, por lo tanto, son completamente distintas.

En consecuencia, en este ensayo no consideraremos la identidad como se suele entender en matemáticas, ni como una cosa fija, sino como un sistema dinámico, un conjunto de relaciones donde el valor de cada uno de sus elementos proviene del que le asignan los demás elementos y del que éstos mismos tienen. A este conjunto, siempre en cambio, cada grupo humano hace referencia toda vez que está en juego el reconocimiento de sí mismo, ya sea por la propia comunidad o por terceros. ¿Y cuándo se pone en juego el reconocimiento de sí? Cuando el desarrollo de una acción o de un pensamiento arrastra consigo, aunque no se lo proponga, una modificación de dicho sistema de valores. Cabe decir que los valores no son ni cosas ni hechos, sino algo que una comunidad le atribuye a un hecho o a una cosa, ya sea material o inmaterial. En el campo de la identidad no cabe la posibilidad de mantenerse quieto. La parálisis es una forma de acción y toda acción y todo pensamiento repercuten, modificándola, en la identidad. Acciones y pensamientos son, en sí mismos, intervenciones en ese sistema de relaciones en las cuales ciertos elementos de la vida adquieren valor y, en ese mismo acto, modifican el de los demás. Los valores humanos no son fijos, sino que se reordenan constantemente según los demás valores. El acto por el que un varón le da o mantiene la primacía a una mujer específica es, en sí mismo, el acto de colocar en segundo lugar a todas las demás. Prestarle atención a una mujer es un sólo acto, el mismo de no prestarle atención a las demás.

Extrapolemos lo dicho al nivel de un grupo social. La valoración especial que se le da a una persona lleva a actuar acorde con dichos valores. Un valor es una pauta de acción que motiva internamente a quien actúa. Al reiterarse la acción, se vuelve espontánea, se la considera natural y se termina olvidando que es adquirida. Cuando un valor y la acción que se vincula con ella se vuelve costumbre y se mantiene sin sentirse forzado, pasa a formar parte de la identidad del grupo. En otras palabras, la identidad está dada por un sistema de valores y comportamientos que ordenan el pensamiento y las acciones, privadas y colectivas, que cada uno realiza y deja que los otros realicen.

Tan importante como entender el carácter estructural de la identidad es comprender su carácter móvil. La identidad no puede permanecer fija ni ser idéntica en el transcurso del tiempo. Permítaseme continuar con el ejemplo del vínculo entre un hombre y una mujer. Esa mujer que se prefiere, no se la prefiere en abstracto, sino ante todas las demás. De hecho, la preferencia es ya una opción. Permanecerle fiel es realizar un acto continuo de desinterés por las demás mujeres. La identidad es una acción que se perfila sobre un trasfondo en continua variación. Por eso, para que la identidad permanezca estable, debe cambiar cada vez que cambia el fondo, así como debe hacerlo el camuflaje cada vez que el lugar donde se esconde una persona varía su fisonomía. El núcleo de valores a los que un grupo se dirige emocional o intelectualmente y al que considera como aquello que constituye su identidad necesita mantenerse en movimiento por el sólo hecho de que todo lo demás cambia continuamente. Lo mismo necesita hacer un pez en la corriente: si quiere mantener fijo en relación al fondo, debe nadar contra ella. Lo fundamental en la identidad, por tanto, no es ese núcleo estable, sino la continuidad en el referirse a algo que cambia. Un grupo mantiene su identidad cuando, generación tras generación, se refiere a algo que cambia, renovando a cada instante su interpretación mediante el diálogo y la interacción. Un núcleo de identidad es aquello que permite comprender y orientar las acciones presentes, pero eso no significa que quien piensa y actúa deba hacerlo de forma idéntica a como se hizo antaño. Pensamiento, interacción y creación comunitaria de valores son el origen de la identidad. Por eso mismo, la identidad muere si se la entiende como algo fijo, como un repetir que excluya la interacción comunitaria. De no comprenderse esta característica, se confunde la identidad con el apego al pasado o con un corsé que ahoga el pensamiento, la acción y la creación.

Parte importante de la identidad reside en las normas de interpretación de la referencia, pues esas normas forman parte esencial del núcleo al que se hace referencia. La identidad es un sistema móvil de referencia y de interpretación. Las normas de interpretación de la identidad son parte de dicha identidad. Si se establecen normas fijas de interpretación de la identidad, la identidad es olvidada. Tal vez la identidad no pueda desaparecer, pero es posible olvidarla por simple desinterés de quienes se supone debían compartirla. Tal vez la identidad no pueda desaparecer, pero ciertamente es posible olvidarla. Tal vez sea ésta, al menos en parte, la situación de Chile. Al contrario, cuanto más participa una comunidad en el establecimiento de normas de interpretación de la identidad gracias a la deliberación, interacción y creación, más posibilidades hay de que dicha referencia se mantenga viva. La libertad de interpretación de la identidad es uno de los mejores instrumentos para que se mantenga e incluso recree, con beneplácito por parte de quienes la realizan dicha interpretación. La deliberación e interacción son el abono de la identidad; con ellas se fortalece, madura y prolonga en el tiempo.


¿Identidad chilena?

Ya mencioné lo que dicen los filósofos y antropólogos: no se puede carecer de identidad. Los extranjeros, además, suelen reconocer en nosotros algo que sólo es chileno, aunque, puestos a definirlo, no lo logren y concluyan que consiste en un acento específico al hablar castellano, en un catálogo de malas costumbres (desde la impuntualidad a una pillería casi delictual). Ahora bien, las dos últimas características no son exclusivas de nuestro país, como tampoco lo son otras formas de valorar y comportarse.

Puede pensarse, sin embargo, que en provincias existe un núcleo de identidad más fuerte y que el fenómeno no se da del mismo modo que en Santiago. En efecto, en algunas de ellas existe una relativa hostilidad hacia las manifestaciones provenientes de Santiago y una presencia no siempre menor de formas de vida indígena. Temo, con todo, que la identidad no sea más fuerte en las regiones que en la capital. Por una parte, la relativa hostilidad que existe en algunas provincias a lo proveniente de Santiago no significa una identidad singular ni tampoco iniciativas o valores especialmente originales, sino que más bien se trata de la protección de esferas de poder -cultural, político, económico- de segundo orden. Por otra, excepto en escasas localidades y algunos hechos más o menos aislados, las manifestaciones de vida indígena no logran permear al conjunto de la sociedad, si bien tienen una relevancia cada vez mayor en las generaciones jóvenes, que muchas veces han transformado en simpatía la oposición hacia lo indígena manifestada por algunas generaciones pasadas. Las provincias no son un refugio de identidad ante valores “extranjerizantes” que supuestamente serían más fuertes en Santiago. Las diferencias entre las provincias y Santiago, por tanto, no modifican radicalmente nuestra afirmación sobre las dificultades relativas a la identidad chilena. Parece, pues, que la identidad, si existe, no es definible, de forma que no hay modo de salir de la perplejidad. ¿Es así?

No, pero es necesario explicar por qué. Hemos dejado de creer que la identidad sea un núcleo. Por lo tanto, que Chile tienda a mirar hacia otras naciones como fuente del valor de ideas y acciones deja de ser un obstáculo para definir su identidad. Ninguna nación necesita un núcleo o un contenido para poder definir su identidad porque la identidad es también, y muchas veces de forma principal, una forma de interpretar, una norma creada colectivamente, en el plano de la cultura, para comprenderse (o para no comprenderse). La identidad no es tanto un valor, sino un hacer, una interacción y comunicación cultural que tiene por fruto la creación de normas de prescripción y proscripción de pensamientos y acciones. En otras palabras, podemos dejar de exigirle a la identidad chilena un contenido, algo fijo, algo que se encarama en una cumbre que ya nadie puede alcanzar, ya sea una tradición, un conjunto de héroes o una forma de ser. Cuando la identidad exacerba su carácter de monumento opacando o volviendo rígido el núcleo en torno al cual una comunidad dialoga, queda tan alta que ni siquiera es posible traerla a tierra para hablar de ella. Para que viva se requiere que esté al alcance de la mano. ¡Que se caigan todos los héroes desde la cúspide de su pedestal ¡Que se caigan, para verlos en las páginas de la literatura, en las tablas de los teatros, en las letras de las canciones, en las telas de los pintores! No sólo poco habrá sucedido a nuestra identidad, sino que tal vez salga fortalecida porque entonces será posible interpretarlos y convertirlos en un núcleo de referencia intelectual y emocional.

Al abandonar la idea de un contenido de identidad en relación al cual sólo cabe la aceptación o la muerte, se abre la posibilidad de fortalecer, en la interacción y diálogo comunitario, una forma singular de valorar e interpretar el mundo más o menos común a toda la nación. Correr el velo que eclipsa la identidad chilena y traerla a la luz tiene que ver con constituir una comunidad en torno al diálogo sobre valores, ideas y acciones originados tanto en el territorio como fuera de él, lo que incluye, por cierto, tradiciones indígenas. Eso, por supuesto, se da más fácilmente cuando se produce una situación política de democracia, respeto a los derechos humanos y libertad de pensamiento, pero el diálogo cultural no depende sólo de ciertas condiciones políticas. Es más, muchas veces, es aquél quien contribuye a formar éstas, como ha sucedido repetidamente en la historia de Chile. Los valores en torno a los cuales pueda dialogar la comunidad chilena para develar su identidad no son ni tienen por qué ser exclusivamente chilenos. Lo propio de la identidad -recordémoslo- no son los contenidos, sino el diálogo e interacción normados por valores en torno a los cuales se constituye una comunidad. Lo chileno es y será fruto de una interacción y diálogo, pero los contenidos de “lo chileno” no tienen por qué circunscribirse a nuestras fronteras. Nuestra identidad no es una cosa, sino un mirar y mirarnos continuamente renovado, para lo cual todos los instrumentos de conocimiento y aprecio son útiles.

A diferencia, por ejemplo, de lo que era Argentina hasta el segundo tercio del siglo XX, nuestro modo de dialogar sobre valores forjados en multitud de naciones no presenta la seguridad en sí mismo que presentaba en ese país. Los países del Cono Sur americano comparten una identidad basada más en el mirar que en el ser, lo que no impide que en cada caso ese hacer sea singular. Quizás, a diferencia de otros países de la región, Chile no parece convencido de que tenga verdaderas posibilidades de crear algo propio en ese constituirse en el debate sobre valores. Eso lo demuestra el mero hecho de que la Comisión Bicentenario de la Presidencia de la República haya preguntado a un grupo de intelectuales: “¿existe la identidad chilena?”. No digo que la pregunta no sea relevante (de lo contrario no le hubiera dedicado estas páginas), digo que la pregunta sólo puede surgir en un contexto de relativa incertidumbre sobre sí mismo. Tal vez esa incertidumbre sea fruto de tener un panteón repleto de héroes, pero lejanos o convertidos en monumentos, en objetos sacros, de forma que no nos pueden respaldar en la vida cotidiana y que no nos dan apoyo para responder a la pregunta sobe la identidad chilena. Nuestra mirada, salvo excepciones, oscila entre, por un lado, el temor a dirigirse al horizonte y, por otro, la fascinación por modas y vanidades que no tienen más valor que el de una mercancía pasajera que desaparecerá en la próxima temporada comercial.

Esa relativa inseguridad no debe llevarnos a la nostalgia, ni a buscar contenidos improvisadamente ni tampoco a la desesperación. Responder sobre la identidad asignándole materiales sería enmudecer todavía más a los héroes colocándolos sobre un pedestal aun más alto. No nos confundamos, no queramos ser como no somos, no tratemos de convertirnos de la noche a la mañana en un México, que tantas veces idealizamos como ejemplo de nación con identidad, o en una España o un Reino Unido, que tantas veces admiramos, o en una nación indígena, lo que no impide que lo indígena también pueda ser inspiración del Chile actual. Chile es más y es menos que todo eso. Más, porque al no tener un contenido, puede asumir todas aquellas perspectivas e integrar de ellas cuanto le plazca; y menos, porque no tiene y difícilmente tendrá un núcleo sólido. Lo que da solidez a la identidad es la consistencia del debate sobre valores, no el contenido rígido de éstos. No se trata, como oí alguna vez, de que el nuestro sea un país en formación. Al contrario, Chile está plenamente formado, mucho más que algunas naciones europeas, sólo que su constitución es ésa, la del mirar incierto, con un ojo que asiente y con otro que disiente.

Que esta imagen quizás no sea del todo digna no puedo más que compartirlo, lo que no me impide proponer una solución distinta a la de llenarnos con un contenido, que por lo demás, con una constitución identitaria más bien débil, tal vez nos hundiría como una bola de plomo en el mar. Quiero proponer justamente lo contrario: no hacer la lista de contenidos de identidad ni predefinir la materia de diálogo en torno al cual se constituya la identidad. Se trata de alivianar la carga, de elevar la perspectiva, de ampliar la mirada, de asentir directamente y mirar con los dos ojos más allá del horizonte, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Estamos, y en eso compartimos un destino con Argentina, en la situación privilegiada de que, como decía Borges 1, todo el mundo nos puede pertenecer, no como propiedad, sino como campo de la cultura. Esta pertenencia es horizontal: se extiende a todo el planeta, sin límites; y vertical, porque no excluye ningún momento de la historia, ni el anterior a los pueblos indígenas, ni el indígena, ni el colonial, ni el criollo, ni el de nación independiente. Y, para citar nuevamente a Borges, creo que todo lo que hagamos felizmente nos pertenecerá y será chileno de pleno derecho, así se trate de la arqueología paleoindia, del análisis de un texto sánscrito o de contribuir a los viajes espaciales. No se trata de ser ciudadano del mundo -aunque todo el mundo lo es por el sólo hecho de haber nacido en el planeta-, sino de fortalecer la identidad local sobre la base de todos los elementos que están disponibles para el diálogo. Si, por el contrario, se restringe el diálogo al uso de instrumentos de acceso geográfico inmediato, la identidad local queda indefensa ante el diálogo, mucho más amplio, que se produce en el mundo. No cabe, por lo demás, otro modo de sobrepasar el antagonismo entre un país con identidad única o bien otro con identidad múltiple. El debate de lo único vs. lo múltiple se da en el campo de los contenidos, que es justamente lo que mantiene la identidad en su nivel más restringido, la convierte en lo menos propio y nos deja en un callejón sin salida.

Quiero, finalmente, volver a la paradoja en que estábamos al inicio, no para quedarme en ella, sino justamente para alejarme. Chile, en efecto, tiene una identidad, aunque esté velada. No consiste, sin embargo, una vocación nacionalista o, por el contrario, extranjerizante. En lugar de ello practica un mirar cultural y un reunirse para dialogar aún demasiado tímido e inseguro, pero que, debidamente incentivado, tal vez le permita superar el complejo que le lleva a angustiarse en la comparación con otras naciones o a sentir nostalgia por una identidad que quizás tampoco nunca tuvo. La nostalgia sólo cabe cuando no hay regreso o, peor, cuando no se puede partir por nuevos caminos. Al abandonar, en cambio, la búsqueda de un núcleo de identidad y lanzarse a la práctica de un mirar al que nada le es ajeno, la identidad se sitúa en el movimiento y se vincula con lo local, pero fortalecido. Es que con la identidad sucede como con el ser humano: ¿acaso alguien pierde la suya porque abrir los ojos y mirar más allá del horizonte? La interpretación del entorno, incluso lejano, con los instrumentos que lo distante proporciona, puede ser tan parte de su identidad como la interpretación de lo inmediatamente próximo. Sólo así es posible salir de la perplejidad y superar la contradicción inicial. Chile carece de identidad; en eso mis amigos tienen razón, pero no por lo que ellos creen, sino porque, como sostienen algunos filósofos, ningún pueblo “tiene” una identidad como se tiene una cosa. Nuestro país, como América, disfruta de un privilegio originado en una historia muchas veces trágica, pero fructífera, que consiste en haber recibido y recibir aún todas las influencias, desde mucho antes de la era de la electrónica. Ninguna de ellas le es propia, pero todas nos han enseñado a permanecer abiertos. Acoger esa apertura con seguridad cada vez mayor tal vez asegure el futuro de nuestra identidad. Sólo puedo agregar cuánto me complacería que llegue a ser así. Debiera, además, tomarse un resguardo suplementario, porque del resultado de dicha discusión se deducen consecuencias políticas, económicas y culturales. Todo discurso sobre la identidad, por tanto, es portador de un interés, interés que sirve a la vez para ocultar y descrifrar lo que la palabra idenfidad significa. Es más, parece difícil separar la discusión sobre la identidad del interés que distingos grupos tienen en relación a ella. Concluir que Chile es un país mono- identitario lleva a consecuencias políticas muy distintas a las que se deducirían de concluir que está compuesto por una identidad plurar. A esto no escapa, por cierto, ni este artículo ni el libro en que se encuentra, lo que por cierto no debe extrañar, ya que la Comisión Bicentenario, a cuya pedido estamos respondiendo, depende de la Presidencia de la República. El debate al que la Presidencia nos invita es, por eso solo hecho, un debate político. Y, entendámonos bien, con “político” queremos decir que tiene que ver con la voluntad que esta nación, Chile, tiene, y con aquella que quiere darse en el futuro, en parte gracias a esta discusión.2


1 En una conferencia titulada El escritor argentino y la tradición, dada a principios de los años cuarenta.

2 La profesora María Catrileo, de la Universidad Austral de Chile, comentó el borrador de este artículo. Quiero agradecerle su dedicación y fineza de análisis, que me fueron de gran utilidad. Los errores que subsistan, por cierto, son sólo míos.